Acojan la Palabra sembrada en Ustedes (1b) T-29. 14-03-2020
- Eduardo Ibáñez García
- 13 mar 2020
- 3 Min. de lectura

Una reflexión sobre la constitución dogmática Dei Verbum
Reflexión, sobre los principales documentos del Vaticano II.
De las cuatro constituciones aprobadas, la de la Palabra de Dios, la Dei verbum, es la única, junto con la de la Iglesia, la Lumen gentium, en tener la calificación de dogmática. Esto se explica, con el hecho de que, con este texto, el Concilio pretendía reafirmar, el dogma de la inspiración divina de la Escritura y precisar, al mismo tiempo, su relación con la tradición. Fiel, al intento de dar luz, a las implicaciones más estrechamente espirituales y edificantes de los textos conciliares, me limitaré, también aquí, a algunas reflexiones dirigidas a la práctica y a la meditación personal.
1. Un Dios que habla
(continuación del tema, con este título)
Padre Raniero Cantalamessa, ofmcap
El hablar de Dios, sea aquel mediado por los profetas del Antiguo Testamento, sea el nuevo y directo de Cristo, después de haber sido transmitido oralmente, se ha puesto por escrito; y tenemos así, las divinas Escrituras.
San Agustín, define el sacramento como: una palabra, que se ve (verbum visibile); nosotros, podemos definir la palabra, como: un sacramento que se oye. En cada sacramento, se distingue el signo visible y la realidad invisible, que es la gracia. La palabra que leemos en la Biblia, en sí misma, no es más que un signo material, como el agua en el Bautismo y el pan en la Eucaristía; una palabra del vocabulario humano, no distinta de las otras. Pero al intervenir la fe y la iluminación del Espíritu Santo, a través de tal signo, nosotros entramos misteriosamente, en contacto con la viviente verdad y voluntad de Dios y escuchamos la voz misma de Cristo.
El cuerpo de Cristo -escribe Bossuet– no está más realmente presente, en el sacramento adorable, desde cuanto la verdad de Cristo, lo está en la predicación evangélica. En el misterio de la Eucaristía, las especies que ves son signos, pero lo que está encerrado en ellas, es el mismo cuerpo de Cristo; en forma similar, la Escritura, las palabras que escuchas son signos, pero el pensamiento que te dirigen, es la verdad misma del Hijo de Dios.
La sacramentalidad de la palabra de Dios, se revela en el hecho de que, a veces ella misma obra manifiestamente, más allá de la comprensión de la persona, que puede ser limitada e imperfecta; obra casi por sí misma, como se dice, precisamente, de los sacramentos. En la Iglesia ha habido y habrá libros más edificantes, que algunos libros de la Biblia (basta pensar en La Imitación de Cristo); pero ninguno de ellos obra, como obra el más modesto de los libros inspirados.
He escuchado a una persona, dar un testimonio en un programa televisivo, en el que yo también participaba. Era un alcohólico, en fase terminal; no resistía más de una hora sin beber; la familia estaba al borde, de la desesperación. Le invitaron con su mujer, a un encuentro sobre la palabra de Dios. Allí, alguno leyó un pasaje de la Escritura. Una frase, le atravesó como una llama de fuego y le dio la certeza de ser sanado. Después de eso, cada vez que tenía la tentación de beber, corría para abrir la Biblia en ese punto y solo al releer las palabras, sentía la fuerza que volvía a él, hasta el punto de estar completamente sanado. Cuando quería decir, cuál era esa famosa frase, la voz se le rompía de la emoción. Era la palabra, del Cantar de los Cantares: Porque tus amores, son más deliciosos que el vino (Cantares 1, 3). Los estudiosos, habrían arrugado la nariz, frente a esta aplicación, pero el hombre podría decir: Yo estaba muerto y ahora he vuelto a la vida, como el ciego de nacimiento, decía a sus críticos: Yo era ciego y ahora veo (Juan 9, 10 ss.).
Un hecho similar, le sucedió también a san Agustín. En el culmen de su lucha por la castidad, oyó una voz que repetía: Tolle, lege! toma y lee. Teniendo con él, las cartas de San Pablo, abrió el libro, decidido a tomar como la voluntad de Dios, el primer texto en el que hubiese caído. Y fue, Romanos 13, 13 s: Vivamos con honestidad, como a la luz del día; y no andemos en glotonerías, ni en borracheras, ni en lujurias y lascivias, ni en contiendas y envidias…”. No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas.
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