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Bienaventurados, los que trabajan por la Paz ¿Quiénes son, los que trabajan...? (3ª.Parte–3.2)

  • Eduardo Ibáñez García
  • 1 oct 2021
  • 3 Min. de lectura

Por Raniero Cantalamessa,

Predicador de la Casa Pontificia



3.2. ¿Quiénes son, los que trabajan por la paz?

T-109 2-10-2021


La séptima bienaventuranza, dice: Bienaventurados, los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Junto, con la de los misericordiosos, ésta es la única bienaventuranza, que no dice tanto, cómo hay que ser (pobres, afligidos, mansos, puros de corazón); sino también, qué se debe hacer. En el sentido de que, se reconcilian con los propios enemigos, como en el sentido de que, ayudan a los enemigos a reconciliarse. Se trata de personas, que aman mucho la paz, tanto como, para no temer comprometer, la propia paz personal, interviniendo en los conflictos, a fin de procurar la paz, entre cuantos están divididos.

Los que trabajan por la paz, no implican, por lo tanto, un sinónimo de pacíficos, esto es, de personas tranquilas y calmadas, que evitan, en lo más posible los choques (estos son proclamados, bienaventurados, en otra bienaventuranza, la de los mansos); no son tampoco, sinónimo de pacifistas, si por ello se entiende, aquellos que se alinean contra la guerra (con mayor frecuencia ¡Con uno, de los contendientes en guerra!), sin hacer nada, para reconciliar entre sí, a los adversarios. El término más justo, es pacificador.

En tiempos del Nuevo Testamento, pacificadores, eran llamados los soberanos, sobre todo el emperador romano. Augusto, situaba, en la cumbre de sus propias empresas, la de haber establecido, la paz en el mundo, mediante sus victorias militares (parta victoriis pax); y en Roma, hizo levantar el famoso Ara pacis, el altar de la paz.

Hay quien ha pensado, que la bienaventuranza evangélica, intenta oponerse a esta pretensión, diciendo, quiénes son los que verdaderamente trabajan por la paz y de qué manera, ésta se promueve: mediante victorias, sí, pero victorias sobre ellos mismos, no sobre los enemigos, no destruyendo al enemigo, sino destruyendo la enemistad, como hizo Jesús en la cruz (Efesios 2, 16).

En cambio, hoy, prevalece la opinión, de que la bienaventuranza, se lea teniendo en cuenta la Biblia y las fuentes judaicas, en las que, ayudar a las personas en discordia, a reconciliarse y a vivir en paz, se ve, como una de las principales obras de misericordia. En boca de Cristo, la bienaventuranza de los que trabajan por la paz, desciende del mandamiento nuevo del amor fraterno; es una forma, en la que se expresa el amor al prójimo.

En tal sentido, se diría que, esta es por excelencia, la bienaventuranza de la Iglesia de Roma y de su obispo. Uno de los más preciosos servicios, brindados a la cristiandad, por el papado, ha sido siempre, el de promover la paz, entre las diversas Iglesias; y, en ciertas épocas, también entre los príncipes cristianos. La primera carta apostólica de un Papa, la de San Clemente I, escrita en torno al año 96 (antes aún, tal vez, que el cuarto Evangelio), se redactó, para devolver la paz a la Iglesia en Corintio, desgarrada por discordias. Es un servicio, que no se puede prestar, sin una cierta potestad real de jurisdicción. Para darse cuenta de su valor, basta con ver las dificultades, que surgen allí donde aquél está ausente.

La historia de la Iglesia, está llena de episodios, en los que Iglesias locales, obispos o abades, en disputa entre sí o con la propia grey, han recurrido al Papa como árbitro de paz. También hoy, estoy seguro, este es uno de los servicios más frecuentes, si bien de los menos conocidos, que se dan a la Iglesia universal. Igualmente, la diplomacia vaticana y los nuncios apostólicos, encuentran su justificación, en ser instrumentos al servicio de la paz.

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