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Acojan la Palabra, sembrada en ustedes – 3ª. Parte (Tema)

  • Eduardo Ibáñez García
  • 23 abr 2021
  • 4 Min. de lectura

Por Raniero Cantalamessa,

Predicador de la Casa Pontificia




2. La lectio divina - (a) Acoger la Palabra


T-87. 24-04-2021


Después de estas observaciones, sobre la palabra de Dios en general, quisiera concentrarme, en la palabra de Dios, como un camino de santificación personal. La palabra de Dios –dice, la Dei Verbum–, es en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia; y fortaleza, de la fe para sus hijos; alimento del alma, fuente pura y perenne, de la vida espiritual.


Desde el cartujo Guigo II, se han propuesto varios métodos y esquemas, para la lectio divina. Estos, sin embargo, tienen la desventaja, de estar diseñados casi siempre, en función de la vida monástica y contemplativa; y por lo tanto, poco adecuados a nuestro tiempo, en el que se recomienda, la lectura personal de la Palabra de Dios, a todos los creyentes, religiosos y laicos.


Por fortuna, la Escritura nos propone, por sí misma, un método de lectura de la Biblia, al alcance de todos. En la carta de Santiago (Santiago 1, 18-25) leemos un famoso texto, sobre la palabra de Dios. Del mismo, obtenemos un esquema de la lectio divina, que tiene tres etapas u operaciones sucesivas: acoger la palabra, meditar la palabra, poner en práctica la palabra. Reflexionemos, sobre cada una ellas.


a. Acoger la Palabra


La primera etapa, es la escucha de la Palabra: Reciban con docilidad, dice el apóstol, la Palabra sembrada en ustedes. Esta primera etapa, abarca todas las formas y las maneras, en que el cristiano entra en contacto, con la palabra de Dios: la escucha de la Palabra en la liturgia, las escuelas bíblicas, los subsidios escritos e –insustituible– la lectura personal de la Biblia.


El Santo Concilio –se lee, en la Dei Verbum– exhorta con vehemencia, a todos los cristianos, en particular a los religiosos; a que aprendan, el sublime conocimiento de Jesucristo (Filipenses 3, 8), con la lectura frecuente de las divinas Escrituras… Lléguense, pues, gustosamente, al mismo sagrado texto, ya por la Sagrada Liturgia, llena del lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual, ya por instituciones aptas para ello y por otros medios.


En esta fase, debemos tener cuidado, con dos peligros. El primero es, pararse en la primera etapa y transformar la lectura personal de la Palabra de Dios, en una lectura impersonal. Este peligro es muy grande, sobre todo, en los lugares de formación académica. Si uno espera, a ser desafiado personalmente por la Palabra –observa Kierkegaard– hasta que no haya resuelto, todos los problemas asociados con el texto, las variaciones y las diferencias de opinión de los expertos, nunca concluirá en nada. La Palabra de Dios, ha sido dada, para que la pongas en práctica y no para que te ejercites, en la exégesis de sus oscuridades. No son, los puntos oscuros de la Biblia, decía el mismo filósofo, los que me dan miedo; ¡Son, sus puntos claros!


El apóstol Santiago, compara la lectura de la palabra de Dios, con contemplarse en el espejo; pero quien se limita, a estudiar las fuentes, las variantes, los géneros literarios de la Biblia, sin hacer nada más; se parece, a quien se pasa todo el tiempo, mirando el espejo –examinando la forma, el material, el estilo, la época–sin mirarse jamás, en el espejo. Para él, el espejo no cumple su función. El estudio crítico de la Palabra de Dios, es indispensable; y jamás, se darán bastantes gracias, a quienes emplean su vida, en allanar el camino, para una comprensión, cada vez mejor, del texto sagrado; pero esto, no agota por sí solo, el sentido de las Escrituras; es necesario, pero no suficiente.


El otro peligro, es el fundamentalismo: el cual es, tomar todo, lo que se lee en la Biblia, a la letra, sin mediación hermenéutica alguna. Solo en apariencia, los dos excesos, hipercriticismo y fundamentalismo, se oponen: tienen en común, el hecho de quedarse en la letra, descuidando el Espíritu.


Con la parábola de la semilla y el sembrador (Lucas 8, 5-15), Jesús, nos ofrece una ayuda, para descubrir dónde estamos, cada uno de nosotros, en cuanto a la recepción de la palabra de Dios. Él distingue, cuatro tipos de suelo: el camino, el terreno pedregoso, las espinas y el terreno bueno. Explica, entonces, lo que simbolizan, los diferentes terrenos: el camino, a aquellos, que no tienen tiempo, ni para detenerse en las palabras de Dios; el terreno pedregoso, a los superficiales e inconstantes, que escuchan, tal vez con alegría; pero no dan a la palabra, una oportunidad de echar raíces; el terreno lleno de zarzas, a los que se dejan, ahogar por las preocupaciones y los placeres de la vida; el terreno bueno, son los que escuchan y dan fruto con perseverancia.


Leyendo, podríamos tener, la tentación de sobrevolar a toda prisa, sobre las tres primeras categorías, a la espera de llegar a la cuarta que, aun con todas nuestras limitaciones, pensamos que es nuestro caso. En realidad –y aquí está la sorpresa– el terreno bueno son los que, sin esfuerzo, ¡Se reconocen, en cada una, de las tres categorías anteriores! Los que humildemente, reconocen las veces, que han escuchado distraídamente, las veces que han sido inconstantes, en las propósitos que ha despertado en ellos, la escucha de una palabra del Evangelio, las veces que se han dejado ganar, por el activismo y por las preocupaciones materiales. He aquí, sin darse cuenta, que se están convirtiendo, en el verdadero terreno bueno. ¡Que el Señor, nos conceda también, a nosotros ser de los suyos!


Sobre el deber, de aceptar la palabra de Dios y no dejar, que ninguna caiga en saco roto; escuchemos la exhortación, que daba a los cristianos de su tiempo, uno de los más grandes estudiosos, de la palabra de Dios, el escritor Orígenes:


Ustedes, que están acostumbrados, a tomar parte en los divinos misterios, cuando reciben el cuerpo del Señor, lo conservan con todo cuidado y toda veneración, para que ni una partícula caiga al suelo, para que nada se pierda del don consagrado. Están convencidos, justamente, de que es una culpa, dejar caer sus fragmentos por descuido. Si por conservar su cuerpo, son tan cautos –y es justo, que lo sean–, sepan, que descuidar la palabra de Dios, no es culpa menor, que descuidar su cuerpo.

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