¡Bienaventurados, los que ahora lloran! Lloren los sacerdotes, ministros del Señor. (2ª.Parte – 2.4)
- Eduardo Ibáñez García
- 10 sept 2021
- 4 Min. de lectura
Por Raniero Cantalamessa,
Predicador de la Casa Pontificia

2. ¡Bienaventurados, los que ahora lloran! – La Bienaventuranza, de los afligidos
T-106 11-09-2021
Empezamos, con esta meditación, un ciclo de reflexión sobre las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas han conocido, dentro del propio Nuevo Testamento, un desarrollo y aplicaciones diferentes, según la teología de cada evangelista o las necesidades nuevas de la comunidad. A ellas se aplica, lo que San Gregorio Magno, dice de toda la Escritura, que ella cum legentibus crescit, crece, con quienes la leen, revela siempre nuevas implicaciones y contenidos más ricos, de acuerdo con las instancias y los interrogantes nuevos, con los que se lee.
Mantener la fe, en este principio, significa que también hoy, nosotros debemos leer las bienaventuranzas, a la luz de las situaciones nuevas, en las que nos encontramos viviendo, con la diferencia, se entiende, de que las interpretaciones de los evangelistas, están inspiradas y por ello, son normativas para todos y para siempre; mientras que las de hoy, no comparten tal prerrogativa.
2.4. Lloren los sacerdotes, ministros del Señor
Existe también, un segundo llanto en la Biblia, sobre el que debemos reflexionar. Hablan de él, los profetas. Ezequiel, refiere, la visión que tuvo un día. La voz poderosa de Dios, grita, a un misterioso personaje vestido de lino, que llevaba a la cintura, la cartera de escribir: Pasa por la ciudad, recorre Jerusalén y marca una ultima letra del alfabeto hebreo (tau), en la frente de los hombres, que gimen y lloran, por todas las nefastas acciones, que se cometen dentro de ella (Ezequiel 9, 4).
Esta visión, tuvo resonancias profundas, en la continuación de la revelación y de la Iglesia. Aquel signo, tau, por su forma de cruz, se convierte en el Apocalipsis, en el sello del Dios vivo, impreso en la frente de los salvados (Apocalipsis 7, 2-17).
La Iglesia, ha llorado y suspirado, en tiempos recientes, por las abominaciones cometidas en su seno, por algunos de sus propios ministros y pastores. Ha pagado, un precio elevadísimo por esto. Ha corrido a poner remedio, se ha dado reglas férreas, para impedir que los abusos se repitan. Ha llegado el momento, tras la emergencia, de hacer lo más importante de todo: llorar ante Dios, afligirse como se aflige Dios; por la ofensa al cuerpo de Cristo y el escándalo a los más pequeños de sus hermanos, más que por el perjuicio y deshonor ocasionado a nosotros.
Es la condición, para que de todo este mal, pueda verdaderamente, llegar el bien y se obre, una reconciliación del pueblo con Dios y con los propios sacerdotes.

Toquen la trompeta en Sión, proclamen un ayuno sagrado, convocar una asamblea... Que entre el vestíbulo y el altar, lloren los sacerdotes, ministros del Señor y digan: Perdona a tu pueblo, Señor; y no entregues, a tu heredad al oprobio, a la burla de las gentes.” (Jeremías 2, 15-17).
Estas palabras, del profeta Joel, contienen un llamamiento para nosotros. ¿No se podría, hacer lo mismo también, hoy: convocar un día de ayuno y de penitencia, al menos a nivel local y nacional, donde el problema, haya sido más fuerte, para expresar públicamente, arrepentimiento ante Dios y solidaridad con las víctimas, obrar, en resumen, una reconciliación de los ánimos y reanudar, un camino de Iglesia ¿Renovados en el corazón y en la memoria?
Me dan el valor, de decir esto, las palabras pronunciadas por el Santo Padre, al episcopado de una nación católica, en una reciente visita ad limina:
Las heridas causadas, por estos actos, son profundas; y es urgente, la tarea de restablecer la esperanza y la confianza, cuando éstas han quedado dañadas... De este modo, la Iglesia, se reforzará y será cada vez más capaz, de dar testimonio, de la fuerza redentora de la Cruz de Cristo.
Pero, no debemos dejar, sin una palabra de esperanza también, a los desventurados hermanos, que han sido la causa del mal. Sobre el caso de incesto, ocurrido en la comunidad de Corinto, el Apóstol sentenció:
Que este individuo sea entregado a Satanás, con el fin de que, aunque quede corporalmente destrozado, pueda salvarse en el día del Señor (1 Corintio 5, 5).
(Hoy diríamos: que sea entregado a la justicia humana, para que su alma obtenga la salvación). La salvación del pecador, no su castigo, es lo que le importaba al Apóstol.
Un día, que predicaba al clero de una diócesis, que había sufrido mucho por esta razón, me impactó un pensamiento. Estos hermanos nuestros, han sido despojados de todo, ministerio, honra, libertad, y sólo Dios, sabe, con cuánta responsabilidad moral efectiva, en cada caso; han pasado a ser los últimos, los rechazados... Si en esta situación, tocados por la gracia, se afligen por el mal causado, unen su llanto al de la Iglesia, la bienaventuranza de los afligidos y de los que lloran, pasa a ser de golpe, su bienaventuranza. Podrían, estar cerca de Cristo, que es el amigo de los últimos, más que muchos otros –incluido yo-, rico de la propia respetabilidad y tal vez llevadas, como los fariseos, a juzgar a quien yerra.
Pero hay una cosa, que estos hermanos, deberían, absolutamente, evitar hacer y que alguno, lamentablemente, está intentando en cambio realizar: aprovechar el clamor, para sacar beneficios, hasta de la propia culpa, concediendo entrevistas, escribiendo memorias, en la tentativa de hacer recaer la culpa, sobre los superiores y sobre la comunidad eclesial. Esto revelaría, una dureza de corazón, verdaderamente peligrosa.
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