¡Dichosa tú, que creíste! María, en la Anunciación (2) T-68. 12-12-2020
- Eduardo Ibáñez García
- 23 dic 2020
- 3 Min. de lectura
¡Dichosa tú, que creíste!
María, en la Anunciación
Por Raniero Cantalamessa,
Predicador de la Casa Pontificia

Cada año, la liturgia nos prepara para la Navidad, con tres guías: Isaías, Juan Bautista y María: el profeta, el precursor y la madre.
El profeta, lo anunció desde lejos; el precursor, lo señaló presente en el mundo; y la madre, lo llevó en su seno. Por esto, en el Adviento de 2020, un año muy especial, he pensado en confiarnos enteramente, a la Madre de Dios. Nadie mejor que ella, puede predisponernos a celebrar con fruto, el nacimiento de Jesús. Ella, no ha celebrado el Adviento, sino que lo ha vivido en su carne. Como cada mujer embarazada, ella sabe, qué significa estar en la espera; y puede ayudarnos a esperar, en sentido fuerte y existencial, la venida del Redentor.
Contemplaremos la Madre de Dios, en los tres momentos, donde la misma Escritura, la presenta en el centro de los acontecimientos: la Anunciación, la Visitación y Navidad.
1. He aquí, yo soy la esclava del Señor…”

Empiézanos contemplando a María, en la Anunciación. Cuando María llega a la casa de Isabel, ésta la acoge con gran alegría y llena del Espíritu Santo, exclamando: ¡Dichosa tú, que creíste! Porque se cumplirá, lo que el Señor te anunció (Lucas 1, 45). El evangelista San Lucas, se sirve del episodio de la Visitación, como medio para mostrar, lo que se había cumplido en el secreto de Nazaret; y que sólo en el diálogo, con una interlocutora, podía manifestarse y asumir un carácter objetivo y público.
Lo grandioso que había ocurrido en Nazaret, después del saludo del ángel, es que María ha creído y así se convirtió en Madre del Señor. No hay dudas, de que este haber creído, se refería a la respuesta de María al ángel: Yo soy la esclava del Señor, que se cumpla en mí tu palabra (Lucas 1, 38). Con estas simples y pocas palabras, se consumó el acto de fe más grande y decisivo, en la historia del mundo. Esta palabra de María, representa el vértice, de todo comportamiento religioso delante de Dios, porque ella expresa, de la manera más elevada, la disponibilidad pasiva, unida a la prontitud activa; es el vacío más profundo, que se acompaña con la plenitud más grande. Con esta respuesta –escribe Orígenes- es como si María dijera a Dios: He aquí, soy una tablilla para escribir; que el Escritor escriba lo que desea, que el Señor haga en mí lo que Él quiera. Él compara a María, con una tablilla encerada que se usaba, en su tiempo, para escribir. Hoy diríamos, que María se ofrece a Dios, como una página en blanco, sobre la cual Él puede escribir lo que quiera.
Es un instante, que no se desvanecerá nunca más y que permanece válido, para toda la eternidad; es donde la palabra de María, fue la palabra de la humanidad y su sí, el amén de toda la creación al sí de Dios” (K. Rahner). En él es como si Dios, interpelara de nuevo la libertad creada, ofreciéndole una posibilidad de redención. Es este, el sentido profundo del paralelismo: Eva-María, querido por los Padres y toda la generación. “Lo que Eva deshizo con su incredulidad, María lo unió con su fe.
De las palabras de Isabel: Dichosa tú que creíste, se ve cómo ya en el Evangelio, la maternidad divina de María, no es entendida sólo como maternidad física, sino mucho más como maternidad espiritual, fundada en la fe. En eso se basa san Agustín, cuando escribe: La Virgen María dio a luz, creyendo lo que había concebido, creyendo… Después de que el ángel hubiera hablado, ella, llena de fe (fide plena), y concibiendo a Cristo, primero en el corazón que en el seno, respondió: Yo soy, la esclava del Señor: que se cumpla en mí, tu palabra. A la plenitud de la gracia por parte de Dios, corresponde la plenitud de la fe de parte de María; al gracia plena, la fe plena.
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