¡Dichosa tú, que creíste! María, en la Anunciación (3) T-69. 19-12-2020
- Eduardo Ibáñez García
- 23 dic 2020
- 7 Min. de lectura
¡Dichosa tú, que creíste!
María, en la Anunciación
Por Raniero Cantalamessa,
Predicador de la Casa Pontificia

Cada año, la liturgia nos prepara para la Navidad, con tres guías: Isaías, Juan Bautista y María: el profeta, el precursor y la madre.
El profeta, lo anunció desde lejos; el precursor, lo señaló presente en el mundo; y la madre, lo llevó en su seno. Por esto, en el Adviento de 2020, un año muy especial, he pensado en confiarnos enteramente, a la Madre de Dios. Nadie mejor que ella, puede predisponernos a celebrar con fruto, el nacimiento de Jesús. Ella, no ha celebrado el Adviento, sino que lo ha vivido en su carne. Como cada mujer embarazada, ella sabe, qué significa estar en la espera; y puede ayudarnos a esperar, en sentido fuerte y existencial, la venida del Redentor.
Contemplaremos la Madre de Dios, en los tres momentos, donde la misma Escritura, la presenta en el centro de los acontecimientos: la Anunciación, la Visitación y Navidad.
3. En la estela, de María

Como la estela de un bello barco, va ensanchándose hasta desaparecer y perderse en el horizonte, pero que comienza con una punta, que es la punta misma del barco, así es la inmensa estela de los creyentes, que forman la Iglesia. Esta comienza con una punta y esta punta es la fe de María, su fe. La fe, junto con su hermana la esperanza, es lo único que no comienza con Cristo, sino con la Iglesia y por lo tanto, con María, que es el primer miembro, en orden de tiempo y de importancia. Nunca el Nuevo Testamento, atribuye a Jesús la fe y la esperanza. La carta a los Hebreos, nos da una lista de aquellos que tuvieron fe: Por fe, Abel… Por fe, Abraham… Por fe, Moisés… (Hebreos 11, 4-40). Sin embargo, esta lista, no incluye a Jesús. Jesús es llamado autor y consumador de la fe (Hebreos 12, 2), no uno de los creyentes, aunque pudiera ser el primero.
Por el solo hecho de creer, nos encontramos entonces en la estela de María y queremos ahora profundizar, en qué significa seguir realmente su estela. Al leer, lo que respecta a la Virgen en la Biblia, la Iglesia ha seguido, hasta el tiempo de los Padres, una criterio que se puede expresar así: María, vel Ecclesia, vel anima, María, o sea la Iglesia, o sea el alma.
El sentido, es que, lo que en la Escritura se dice, especialmente de María, se entiende universalmente de la Iglesia y lo que se dice universalmente de la Iglesia, se entiende singularmente, para cada alma creyente.
Ateniéndonos también nosotros a este principio, vemos ahora lo que la fe de María, tiene para decir primero a la Iglesia en su conjunto y después a cada uno de nosotros, es decir, a cada alma individual. Aclaramos primero las implicancias eclesiales o teológicas de la fe de María y después las personales o ascéticas. De este modo, la vida de la Virgen, no sirve sólo para acrecentar nuestra devoción privada, sino también nuestra comprensión profunda de la Palabra de Dios y de los problemas de la Iglesia.
María nos habla primero, de la importancia de la fe. No existe sonido, ni música, allí donde no hay un oído, capaz de escuchar, por cuanto resuenan en el aire melodías y acordes sublimes. No hay gracia o al menos la gracia no puede operar, si no encuentra la fe que la acoge. Como la lluvia, no puede hacer germinar nada, hasta que no encuentra la tierra que la acoge; así es la gracia, sino encuentra la fe. Es por la fe, que nosotros somos sensibles a la gracia. La fe, es la base de todo; es la primera y la más buena de las obras para cumplir. Obra de Dios es esta, dice Jesús: que crean (Juan 6, 29). La fe, es así de importante, porque es la única, que mantiene a la gracia, su gratuidad. No busca invertir las partes, haciendo de Dios un deudor y del hombre un acreedor. Por esto, la fe es tan querida de Dios, que hace depender de ella, prácticamente todo, en sus relaciones con el hombre.
Gracia y fe: son puestos, de este modo, como los dos pilares de la salvación; se da al hombre, los dos pies para caminar y a las aves, dos alas para volar. Sin embargo, no se trata de dos cosas paralelas, casi como que de Dios viniera la gracia y de nosotros la fe; y la salvación dependiera así, en partes iguales, de Dios y de nosotros, de la gracia y de la libertad. Sería una problema, que alguno pensara: la gracia depende de Dios, pero la fe depende de mí; ¡juntos, Dios y yo, hacemos la salvación! Habremos hecho de Dios, de nuevo, un deudor, alguien que depende, de algún modo, de nosotros y que debe compartir con nosotros, el mérito y la gloria. San Pablo, disipa todas las dudas, cuando dice: Ustedes han sido salvados por la fe (es decir el creer o más globalmente, el ser salvos por gracia, mediante la fe, que es la misma cosa) no por mérito propio, sino por la gracia de Dios; y no por las obras, para que nadie se gloríe (Efesios 2, 8). Incluso en María, el acto de fe fue suscitado, por la gracia del Espíritu Santo.
Lo que ahora nos interesa, es resaltar algunos aspectos de la fe de María, que pueden ayudar a la Iglesia de hoy, a creer más plenamente. El acto de fe de María, es extremadamente personal, único e irrepetible. Es un confiar en Dios y un confiarse completamente a Dios. Es una relación, de persona a persona. Esto se llama, fe subjetiva. El acento está aquí, en el hecho de creer, más que en las cosas creidas. Sin embargo, la fe de María, es también extremadamente objetiva, comunitaria. Ella, no cree en un Dios subjetivo, personal, aislado de todo y que se revela, sólo a ella en secreto. Por el contrario, cree en el Dios de los Padres, el Dios de su pueblo. Reconoce en el Dios que se le revela, al Dios de las promesas, al Dios de Abraham y de su descendencia.
Ella, se incluye humildemente, en el grupo de los creyentes; se convierte, en la primera creyente de la nueva alianza; como Abraham, fue el primer creyente de la antigua alianza. El Magnificat, está lleno de esta fe, basada en las Escrituras y en referencias de la historia de su pueblo. El Dios de María, es un Dios, de características típicamente bíblicas: Señor, Poderoso, Santo, Salvador. María, no le habría creído al ángel, si le hubiera revelado un Dios diferente, que ella, no hubiera podido reconocer, como el Dios de su pueblo Israel. Incluso, externamente, María, se adecua a esta fe. De hecho, se comporta como sujeta a todas las prescripciones de la ley; hace circuncidar al Niño, lo presenta en el templo, se somete ella misma, al rito de la purificación, sube a Jerusalén para la Pascua.
Ahora, todo esto, es para nosotros de gran enseñanza. También la fe, como la gracia, ha estado sujeta, a lo largo de los siglos, a un fenómeno de análisis y de fragmentación, para lo cual hay especies y subespecies de fe innumerables. Los hermanos protestantes, por ejemplo, valorizan más el primer aspecto, subjetivo y personal de la fe. Fe –escribe Lutero- es una confianza viva y audaz, en la gracia de Dios; es una firme confianza. En algunas corrientes del protestantismo, como en el Pietismo, donde esta tendencia, está llevada al extremo, los dogmas y las llamadas verdades de fe, no tienen casi ninguna relevancia. El comportamiento interior, personal, hacia Dios, es lo más importante y casi exclusivo.
Por el contrario, en la tradición católica y ortodoxa, hasta la antigüedad, ha tenido una importancia grandísima, el problema de la recta fe o de la ortodoxia. Prontamente, el problema de las cosas a creer, adquiere una posición de gran ventaja, sobre el aspecto subjetivo y personal del creer, es decir sobre el acto de la fe. Los tratados de los Padres, intitulados Sobre la fe (De Fide), no mencionan ni siquiera, la fe como acto subjetivo, como confianza y abandono, sino que se preocupan de establecer, cuáles son las verdades a creer, en comunión con toda la Iglesia y en polémica, contra los herejes. Después de la Reforma, en reacción al hincapié unilateral de la fe-confianza, esta tendencia, se acentúa en la Iglesia católica. Creer, significa principalmente, adherirse al credo de la Iglesia. San Pablo decía que, con el corazón, creemos para ser justos, con la boca confesamos (Romanos 10, 10); la confesión de la recta fe, ha tomado prontamente, una posición de ventaja, sobre el creer con el corazón.
María, nos lleva a redescubrir también, en este campo, la totalidad, que es tanto más rica y más bella, que en cada situacion en particular. No basta, con tener una fe sólo subjetiva; una fe, que sea un abandonarse a Dios, en la intimidad de la propia conciencia. Por este camino, es tan fácil reducir a Dios, a la propia medida. Esto sucede, cuando se hace una idea propia de Dios, basada sobre una propia interpretación personal de la Biblia o sobre la interpretación, del propio grupo restringido y que después, se adhiere a ella con toda la fuerza, incluso también con fanatismo, sin darse cuenta de que, para ese entonces, se está creyendo en sí mismo, más que en Dios y que toda aquella confianza incontrolable en Dios, no es más que una confianza en sí mismos.
Sin embargo, no basta siquiera, una fe sólo objetiva y dogmática, si esta no realiza el contacto íntimo y personal, de yo a ti, con Dios. Ésta se convierte fácilmente, en una fe muerta, un creer por medio de otra persona o de la institución, que colapsa a penas entra en crisis, por cualquier razón, la relación con la institución que es la Iglesia. De este modo, es fácil que un cristiano, llegue al final de la vida, sin haber hecho nunca, un acto de fe libre y personal, que es el único, que justifica el nombre de creyente.
Es necesario, entonces, creer personalmente, pero en la Iglesia; creer en la Iglesia, pero personalmente. La fe dogmática de la Iglesia, no mortifica el acto personal y la espontaneidad del creer, sino que lo preserva y permite conocer y abrazar, a un Dios inmensamente más grande, que el de mi pobre experiencia. De hecho, ninguna creatura es capaz de abrazar, con su acto de fe, todo lo que de Dios se puede conocer. La fe de la Iglesia, es como el gran angular, que permite ver y fotografiar, de un panorama, una porción mucho más vasta del simple objetivo. En el unirme a la fe de la Iglesia, hago mía, la fe de todos los que me han precedido: de los apóstoles, de los mártires, de los doctores. Los Santos, al no poder llevarse consigo la fe al cielo –donde no sirve más-, la dejaron en herencia a la Iglesia.
Hay una fuerza increíble, contenida en aquellas palabras: Yo creo en Dios Padre Todopoderoso… Mi pequeño yo, unido y fusionado, con lo enorme de todo el cuerpo místico de Cristo, pasado y presente, forma un grito más potente, que el fragor del mar, que hace temblar desde los fundamentos, al reino de las tinieblas.
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