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¡Dichosa tú, que creíste! María, en la Anunciación (4) T-70. 26-12-2020

  • Eduardo Ibáñez García
  • 25 dic 2020
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 27 dic 2020

¡Dichosa tú, que creíste!

María, en la Anunciación

Por Raniero Cantalamessa,

Predicador de la Casa Pontificia



Cada año, la liturgia nos prepara para la Navidad, con tres guías: Isaías, Juan Bautista y María: el profeta, el precursor y la madre.


El profeta, lo anunció desde lejos; el precursor, lo señaló presente en el mundo; y la madre, lo llevó en su seno. Por esto, en el Adviento de 2020, un año muy especial, he pensado en confiarnos enteramente, a la Madre de Dios. Nadie mejor que ella, puede predisponernos a celebrar con fruto, el nacimiento de Jesús. Ella, no ha celebrado el Adviento, sino que lo ha vivido en su carne. Como cada mujer embarazada, ella sabe, qué significa estar en la espera; y puede ayudarnos a esperar, en sentido fuerte y existencial, la venida del Redentor.


Contemplaremos la Madre de Dios, en los tres momentos, donde la misma Escritura, la presenta en el centro de los acontecimientos: la Anunciación, la Visitación y Navidad

 

4. ¡Creamos, nosotros también!


Pasamos ahora, a considerar las implicancias personales y ascéticas, que surgen de la fe de María. San Agustín, después de haber afirmado, que María llena de fe, dio a luz creyendo, a quien había concebido creyendo; trae una aplicación práctica diciendo: María creyó y en ella se cumplió lo que creyó. Creamos también nosotros, para que lo que se cumplió en ella, pueda ser beneficioso también para nosotros.

¡Creamos también nosotros! Contemplar la fe de María, nos mueve a renovar, sobre todo, nuestro acto de fe personal y de abandono en Dios.


¿Qué se debe hacer, entonces? Es simple: después de haber orado, para que no sea una cosa superficial, decir a Dios, con las palabras mismas de María: ¡Heme aquí, soy el esclavo o la esclava, del Señor: hágase en mí, según tu palabra! Digo amén, sí, mi Dios, a todo tu proyecto, ¡Me cedo a mí mismo!


Debemos recordar, que María dijo su si, en un modo optativo, con deseo y alegría. Cuántas veces, nosotros repetimos aquellas palabras, con un estado de ánimo de resignación mal escondida, como quien, inclinando la cabeza, dice con sus dientes apretados: Si no se puede prescindir ¡Que se haga, tu voluntad! María nos enseña, a decirlo de modo diverso. Sabiendo que la voluntad de Dios, es infinitamente más bella y más rica de promesas, que cada proyecto nuestro; sabiendo que Dios es amor infinito y que tiene para nosotros, designios de prosperidad y no de desgracia (Jeremías 29, 11), nosotros decimos, llenos de deseo y casi con impaciencia, como María: ¡Que se cumpla rápido sobre mí, oh Dios, tu voluntad de amor y de paz!.


Con esto, se realiza el sentido de la vida humana y su más grande dignidad. Decir , amén, a Dios, no humilla la dignidad del hombre, como piensa a veces el hombre de hoy, sino que la exalta. Por lo demás, ¿Cuál es la alternativa, a este amén, dicho a Dios? Justamente, el pensamiento contemporáneo, que ha hecho del análisis de la existencia, su objeto primario, demostró claramente, que decir amén, es necesario y si no se le dice a Dios, que es amor, se lo debe decir a cualquier otra cosa, que es una necesidad fría y paralizante: al destino, a la suerte.

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