Dios vivo, es la Trinidad viviente. (1ª. parte) T-1 7-09-19
- Eduardo Ibáñez García
- 31 ago 2019
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 24 abr 2021

Una experiencia del Dios vivo
P. Raniero Cantalamessa
Cuando se trata del conocimiento del Dios vivo, una experiencia vale más que muchos razonamientos; y yo quisiera empezar esta meditación, precisamente con una experiencia. Hace tiempo, recibí la carta de una persona a la que seguía espiritualmente, una mujer casada, fallecida hace algunos años. La autenticidad de sus experiencias, está confirmada por el hecho de que, se las ha llevado consigo a la tumba, sin hablar nunca a nadie, excepto a su padre espiritual. Pero todas las gracias pertenecen a la Iglesia y quiero, por eso, compartirla con vosotros, ahora que ella está junto a Dios.
Ella me ha hecho recordar, la experiencia de Moisés ante la zarza ardiente. Decía:
Una mañana, mientras esperaba en mi habitación a que vinieran a vestirme, miraba un gran tilo, que extendía las ramas delante de la ventana. El sol naciente, le envestía por delante. Quedé encantada de su belleza, cuando de golpe mi atención fue atraída por un resplandor extraño, de un blanco extraordinario. Cada hoja, cada rama se puso a vibrar, como llamitas de mil velas. Estuve más maravillada, que cuando vi caer la primera nieve de mi vida. Y mi sorpresa aumentó cuando —no sé si con los ojos del cuerpo o no— en el centro de todo aquel brillo, vi como una mirada y una sonrisa, de una belleza y de una benevolencia indecibles. Tenía el corazón, que latía enloquecido; sentí que esa potencia de amor me penetraba y tuve la sensación de ser amada, hasta lo más íntimo de mi ser. Duró un minuto, un minuto y medio, no lo sé, para mí era la eternidad. Fui llevada de nuevo a la realidad, por un escalofrío helado que me pasó por el cuerpo y con gran tristeza, me di cuenta que la mirada y sonrisa se había desvanecido; y que poco a poco, el esplendor del árbol se apagaba. Las hojas retomaron su aspecto ordinario y el tilo, aunque investido por la luz radiante de un sol de verano, en comparación con su esplendor anterior, con mi gran decepción, me pareció oscuro como bajo un cielo lluvioso.
No hablé a nadie de este hecho, pero poco tiempo después, escuché a la cocinera y a otra mujer, que hablaban de Dios entre ellas. Pregunté: ¿Dios? ¿Quién es? intuyendo algo misterioso. ¡Pobre pequeña —dijo la cocinera a la otra mujer—, la abuela es una pagana y no le enseña estas cosas! Dios – dijo dirigida hacia mí – es aquel, que ha hecho el cielo y la tierra, los hombres y los animales. Es omnipotente y habita en el cielo. Quedé en silencio, pero dije dentro de mí: ¡Es a él, a quien he visto!
Y, sin embargo, estaba muy confusa. A mis ojos, la abuela era muy superior a estas mujeres de servicio; y con todo, la cocinera había dicho que era una pagana, porque no conocía a Dios y yo había entendido que era un término despreciativo. ¿Quién tenía razón?
Una mañana, que también esperaba a que vinieran a vestirme. Estaba impaciente y deploraba el hecho, de que mis vestidos de niña se abotonaran por detrás. Al final no esperé más y dije: Dios, si tú existes y eres verdaderamente todopoderoso, abotóname el vestido sobre la espalda, para que pueda bajar al jardín. No había terminado de pronunciar esas palabras, cuando mi vestido se encontró abotonado. Me quedé con la boca abierta, aterrorizada por el efecto de mis palabras. Las piernas me temblaban, me senté ante el espejo del armario, para constatar si era verdad y para retomar el aliento. No sabía aún qué significaba la frase tentar a Dios, pero entendía que habría sido reducida a polvo, si me hubiera opuesto a su voluntad.
Toda una vida de santidad vivida después, confirma que todo esto, no había sido el sueño o la imaginación de una niña.
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