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El amor de Dios. (6ª. Parte) T-17 28-12-19

  • Eduardo Ibáñez García
  • 27 dic 2019
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 17 may 2021


Antes del deber y del mandamiento, siempre está el don, el don de Dios.

Antes de pedirnos algo, Dios nos da algo, nos da su amor.

Antes de empezar algo, es necesario poner el amor de Dios, ante todos.

Él quiere, asegurarnos, su amor.


6. Ni alturas, ni abismos, ni ninguna otra cosa; podrá privarnos de ese amor de Dios, presente en Cristo Jesús, Señor nuestro


Padre Raniero Cantalamessa


San Pablo, hermanos, nos indica un método, para aplicar a nuestra existencia concreta, la luz del amor de Dios, que hemos contemplado hasta aquí.


Los peligros y los enemigos de Dios, que él enumera; son los que, de hecho, él ha experimentado en su vida, no son una lista imaginaria, son los peligros que él ha encontrado y de los que habla, en la segunda carta a los Corintios, por ejemplo.


Estas son, experiencias vividas por él, en las que repasa mentalmente, todo lo que le ha pasado; y constata, que ninguna de ellas, es tan fuerte como para resistirse, ante el pensamiento del amor de Dios. Lo que parecía insuperable, aparece a esta luz, como algo de poca monta.


Implícitamente, San Pablo, nos invita a hacer lo mismo, a observar nuestra vida tal como se presenta, a develar los miedos que anidan en ella, la tristeza, los complejos de inferioridad, ese defecto físico o moral, que no nos deja aceptarnos serenamente, a nosotros mismos… y a exponer todo esto, a la luz del pensamiento de que Dios nos ama.


San Pablo, me invita a preguntarme: ¿Qué es lo que, en mi vida, trata de vencerme? Después de su vida personal, el apóstol, para en la segunda parte del texto que hemos leído, a considerar el mundo que lo rodea. También aquí observa su mundo; el mundo de su tiempo, eran los poderes que, en aquel tiempo, lo hacían amenazante: la muerte con su misterio, la vida presente con sus halagos, los poderes astrales y los infernales, que inspiraban tanto terror al hombre antiguo…


También nosotros, somos invitados a hacer lo mismo hoy. Muy sencillamente, a mirar con los ojos nuevos, que nos ha dado la revelación del amor de Dios, el mundo que nos rodea y que nos produce miedo, todos estamos llenos de miedos... los jóvenes, miedo al otro sexo, miedo al futuro, miedo a no encontrar trabajo, miedo a morir.


Lo que Pablo denomina la altura y el abismo, son para nosotros ahora, el acrecentado conocimiento de las dimensiones del cosmos, lo infinitamente grande por arriba y lo infinitamente pequeño por abajo, es decir: ¡el universo y el átomo! Todo está como a punto para aplastarnos, el hombre es pequeño y está sólo en el universo, que es mucho más grande que él y que, además, se ha convertido mucho más amenazante, con frecuencia por sus descubrimientos científicos.


Sin embargo, nada de todo eso, puede separarnos del amor de Dios. Dios que me ama, ha creado todas estas cosas y las gobierna firmemente con su mano, ¡las tiene en su mano!


Dios es nuestro refugio, podemos decir con el salmo 46 y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro, por eso no tememos, aunque cambie la tierra y los montes se desplomen en el mar


¡Qué diferente es esta visión, de aquella otra, desconocedora del amor de Dios, que habla del mundo, como de un hormiguero que va resquebrajándose y del hombre, como de una pasión inútil! son todas, definiciones del hombre, dadas por filósofos modernos; o una generación, como una ola sobre la playa del mar, borrada por la ola siguiente, por la generación siguiente. Cuando habla del amor de Dios y de Jesucristo, San Pablo, se muestra siempre conmovido:


Me amó y se entregó por mí, dice una vez.


Con esto, él nos indica cuál debe ser la primera y más natural reacción, que debe nacer en quienes hemos vuelto a escuchar, la revelación del amor de Dios. Tiene que ser la conmoción, cuando es sincera y surge del corazón; esta es la respuesta más elocuente y más digna del hombre, ante la revelación de un gran amor o de un gran dolor. Ninguna palabra o gesto o don puede sustituirla, puesto que es ella, el don más preciado.


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