El Espíritu Santo, nos introduce, en el misterio de la divinidad de Cristo. (Tema) – 1ª. Parte
- Eduardo Ibáñez García
- 12 jun 2021
- 6 Min. de lectura
El Espíritu Santo, nos introduce,
en el misterio de la divinidad de Cristo
Por Raniero Cantalamessa,
Predicador de la Casa Pontificia

1. La fe, de Nicea
T-94 12-06-2021
Proseguimos nuestra reflexión, sobre el papel del Espíritu Santo, en el conocimiento de Cristo. A este respecto, hoy no se puede callar, una confirmación en el curso del mundo. Existe desde hace tiempo, un movimiento llamado Judíos mesiánicos, es decir, judeo-cristianos (¡Cristo y cristiano, no son más que, la traducción griega del hebreo de Mesías y mesiánico!). Una estimación, por defecto, habla de 150.000 adheridos, separados en grupos y asociaciones diferentes entre sí, difundidos sobre todo, en los Estados Unidos, Israel y en varias naciones europeas.
Son judíos, que creen que Jesús, Yeshua, es el Mesías prometido, el Salvador y el Hijo de Dios; pero en absoluto, no quieren renunciar a su identidad y tradición judía. No se adhieren, oficialmente, a ninguna de las Iglesias cristianas tradicionales, porque quieren vincularse y hacer revivir, la primitiva Iglesia de los judeo-cristianos, cuya experiencia fue interrumpida bruscamente por conocidos sucesos traumáticos.
La Iglesia católica y las otras Iglesias, siempre se han abstenido de promover; e incluso mencionar, este movimiento, por razones obvias de diálogo, con el judaísmo oficial. Yo mismo, nunca he hablado de ello. Pero ahora, se está abriendo camino, la convicción de que, no es justo seguir ignorándolos; o, peor aún, dejarlos en el ostracismo, por una y otra parte. Hace poco, ha salido en Alemania, un estudio de varios teólogos, sobre el fenómeno. Si hablo de ello, en este lugar, es por un motivo concreto, que tiene que ver, con el tema de estas meditaciones. En una investigación, sobre los factores y las circunstancias, que estuvieron, en el origen de su fe en Jesús, más del 60% de los interesados, respondió: La acción interior, del Espíritu Santo; en segundo lugar, está la lectura de la Biblia; y en el tercero, los contactos personales. Es una confirmación de la vida, de que el Espíritu Santo, es aquel que da el verdadero e íntimo conocimiento de Cristo.
Reanudamos, pues, el hilo de nuestras consideraciones históricas. Mientras la fe cristiana, permaneció restringida al ámbito bíblico y judío, la proclamación de Jesús, como Señor (Creo en un solo Señor, Jesucristo); cumplía, todas las exigencias de la fe cristiana; y justificaba, el culto de Jesús como Dios. En efecto, Señor, Adonai, era para Israel, un título inequívoco; pertenece exclusivamente a Dios. Llamar a Jesús Señor, equivale, por ello, a proclamarlo Dios. Tenemos una prueba cierta, del papel desarrollado por el título Kyrios, en los primeros días de la Iglesia, como expresión del culto divino, reservado a Cristo. En su versión aramea Mara-atha (el Señor viene) o Maràna-tha (¡Ven Señor!), San Pablo, testimonia el título, como fórmula, ya en uso en la liturgia (1 Corintios 16, 22); y es, una de las pocas palabras conservadas hasta hoy, en la lengua de la primitiva comunidad.
Al mártir, San Policarpo, que era conducido ante el juez romano, el jefe de los guardias le hace entender, que es suficiente que diga: ¡César, es el Señor! (Kyrios Kaisar) para ser puesto en libertad. San Policarpo —lo sabemos, por el relato de un testigo ocular, enviado a las iglesias de la región— se niega, para no traicionar su fe, en el único Señor; y sube, a la hoguera, bendiciendo a Cristo. El título de Señor, bastaba, para afirmar la propia fe de Cristo.
Sin embargo, apenas se asomó el cristianismo, sobre el mundo greco romano circundante, el título de Señor, Kyrios, ya no bastaba. El mundo pagano conocía muchos y distintos señores; primero entre todos, precisamente, el emperador romano. Había, que encontrar otro modo, para garantizar la plena fe en Cristo y su culto divino. La crisis arriana, ofreció la ocasión para ello. Esto, nos introduce, en la segunda parte del artículo sobre Jesús, la que fue añadida al símbolo de fe, en el concilio de Nicea del año 325:

Nacido del Padre, antes de todos los siglos:
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero, de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma sustancia (homoousios) del Padre.
El Obispo de Alejandría, San Atanasio, campeón indiscutible de la fe nicena, está muy convencido, de que no es él, ni la Iglesia de su tiempo, quien descubre la divinidad de Cristo. Toda su obra consistirá, por el contrario, en mostrar, que esta ha sido siempre, la fe de la Iglesia; que la verdad no es nueva, que la herejía es contraria. Su convicción, a este respecto, encuentra, una confirmación histórica indiscutible, en la carta que Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, escribió al emperador Trajano, alrededor del año 111 d.C. La única noticia cierta, que dice que posee, respecto de los cristianos, es que suelen reunirse, antes del alba; en un día establecido de la semana y cantar a Cristo, como a Dios (carmenque Christo quasi Deo dicere).
La fe en la divinidad de Cristo, ya existía, pues; y sólo, ignorando completamente la historia, alguien ha podido afirmar, que la divinidad de Cristo, es un dogma querido e impuesto, por el Emperador Constantino, en el concilio de Nicea. La aportación, de los padres de Nicea y en particular, la de de San Atanasio, fue, más nada, la de eliminar los obstáculos, que habían impedido hasta entonces, un reconocimiento pleno y sin reticencias, de la divinidad de Cristo, en las discusiones teológicas.
Uno de tales obstáculos, era la costumbre griega, de definir la esencia divina, con el término agennetos, engendrado ¿Cómo proclamar, que el Verbo es Dios verdadero, desde el momento en que es Hijo, es decir, engendrado por el Padre? Para Arrio, era fácil establecer la equivalencia: engendrado, igual a hecho, es decir, pasar gennetos a genetos; y concluir, con la célebre frase, que hizo estallar el caso: ¡Hubo un tiempo, en que no existía! (en ote ouk en). Esto equivalía, a hacer de Cristo una criatura, aunque no como las demás criaturas. San Atanasio, resuelve la controversia, con una observación elemental: El término agenetos, fue inventado por los griegos, porque no conocían todavía al Hijo; y defendió a capa y espada la expresión, engendrado, pero no hecho, genitus no factus, de Nicea.
Otro obstáculo cultural, para el pleno reconocimiento, de la divinidad de Cristo, sobre el cual, Arrio podía apoyar su tesis, era la doctrina de una divinidad intermedia, el deuteros theos, antepuesto a la creación del mundo. Desde Platón, en adelante, la creación se había convertido, en un dato común, a muchos sistemas religiosos y filosóficos de la antigüedad. La tentación, de asimilar el Hijo, por medio del cual, fueron creadas todas las cosas, a esta entidad intermedia, había permanecido creciente, en la especulación cristiana (apologistas, Orígenes), aunque ajena, a la vida interna de la Iglesia. De ello, resultaba un esquema tripartito del ser: en la cumbre, el Padre no engendrado; después de él, el Hijo (y más tarde también el Espíritu Santo); en tercer lugar, las criaturas.
La definición, del genitus no factus y del homoousios, elimina este obstáculo y obra la catarsis cristiana, del universo metafísico de los griegos. Con tal definición, se traza una sola línea de demarcación, en la escala del ser. Existen, dos únicos modos de ser: el del Creador y el de las criaturas; y el Hijo, se sitúa en la parte del primero, no de las segundas.
Queriendo encerrar en una frase, el significado perenne, de la definición de Nicea, podríamos formularla así: en cada época y cultura, Cristo debe ser proclamado Dios, no en alguna acepción derivada o secundaria, sino en la acepción más fuerte, que la palabra Dios, tiene en dicha cultura.
Es importante saber, qué motiva a San Atanasio y a los demás teólogos ortodoxos en la batalla; es decir, de dónde les viene, una certeza tan absoluta. No de la especulación, sino de la vida; más concretamente, de la reflexión sobre la experiencia, que gracias a la acción del Espíritu Santo, la Iglesia, hace de la salvación en Cristo Jesús.
El argumento (soteriológico) en la salvación, no nace con la controversia arriana; está presente, en todas las grandes controversias cristológicas antiguas, desde la antignóstica hasta la antimonoteleta. En su formulación clásica, reza así: Lo que no es asumido, no es salvado (Quod non est assumptum non est sanatum). En el uso, que hace San Atanasio de ella, se puede entender así: Lo que no es asumido por Dios, no es salvado, donde toda la fuerza está, en ese breve añadido, por Dios. La salvación exige, que el hombre no sea asumido, por un intermediario cualquiera, sino por Dios mismo: Si el Hijo, es una criatura —escribe San Atanasio— el hombre, seguiría siendo mortal, al no estar unido a Dios, y también: El hombre no estaría divinizado, si el Verbo que se hizo carne, no fuera de la misma naturaleza del Padre.
Pero, hay que hacer, una precisión importante. La divinidad de Cristo, no es un postulado práctico, como para Kant, lo es la existencia misma de Dios. No es un postulado, sino la explicación de un dato de hecho. Sería un postulado —y por tanto, una deducción teológica humana— si se partiera, de una cierta idea de salvación y de ella, se dedujera la divinidad de Cristo, como la única, capaz de obrar dicha salvación; por el contrario, es la explicación de un dato, si se parte, como hace Atanasio, de una experiencia de salvación y se demuestra, que ella no podría existir, si Cristo no fuera Dios. En otras palabras, la divinidad de Cristo, no se basa en la salvación, sino la salvación en la divinidad de Cristo.
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