El Espíritu Santo, nos introduce, en el misterio de la muerte de Cristo. (Tema) – 2ª. Parte
- Eduardo Ibáñez García
- 16 jul 2021
- 5 Min. de lectura
Por Raniero Cantalamessa,
Predicador de la Casa Pontificia

2. Uno, murió por todos
T-99 17-07-2021
El Credo de la Iglesia, termina con las palabras: Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. No menciona, lo que precederá a la resurrección y a la vida eterna, es decir, la muerte. Justamente, porque la muerte, no es objeto de fe, sino de experiencia. Sin embargo, la muerte, nos afecta demasiado de cerca, para pasarla en silencio.
Para poder valorar, el cambio obrado por Cristo, en relación con la muerte; veamos, cuáles fueron, los remedios intentados por los hombres, para el problema de la muerte; también, porque el hombre intenta hoy, consolarse con ellos. La muerte, es el problema humano, número uno. San Agustín, anticipa la reflexión filosófica moderna, sobre la muerte.
Cuando nace un hombre —escribe— se hacen muchas hipótesis: quizá sea guapo, quizás sea feo; quizá sea rico, quizá sea pobre; quizá viva mucho, quizá no... Pero, de nadie se dice: quizá muera o quizá no muera. Esta es la única cosa, absolutamente cierta de la vida. Cuando sabemos, que uno está enfermo de hidropesía (entonces esa era la enfermedad incurable, hoy son otras) decimos: Pobrecillo, debe morir; está condenado, no hay remedio. Pero ¿No deberíamos decir lo mismo, de uno que nace? ¡Pobrecillo, debe morir, no hay remedio, está condenado! ¿Qué diferencia hay, si en un tiempo, un poco más largo o un poco más corto? La muerte, es la enfermedad mortal, que se contrae al nacer.
Quizás, más que una vida mortal, la nuestra, hay que considerarla, como una muerte vital, un vivir muriendo. Este pensamiento de San Agustín, lo retomó, en clave secularizada, Martin Heidegger, que ha hecho, que la muerte entrara, con pleno derecho, en el objeto de la filosofía. Al definir la vida y el hombre, como un-ser-para-la-muerte, él hace de la muerte, no un accidente, que pone fin a la vida, sino, la sustancia misma de la vida, aquello de lo que está tejida. Vivir, es morir. Cada instante, que vivimos es algo que se quema, se sustrae a la vida y se entrega a la muerte. Vivir-para-la-muerte, significa, que la muerte, no es sólo el final, sino también, el fin de la vida. Se nace para morir, no para otra cosa. Venimos de la nada y volvemos a la nada. La nada, es la única posibilidad del hombre.
Es el vuelco más radical, de la visión cristiana, según la cual, el hombre es un ser-para la eternidad. Sin embargo, la afirmación, en la que ha desembocado la filosofía, tras su larga reflexión sobre el hombre, no es ni escandalosa, ni absurda. Simplemente, la filosofía hace su oficio; muestra, cuál sería el destino humano, abandonado a sí mismo. Ayuda a comprender, la diferencia, que introduce la fe en Cristo.
Más que la filosofía son quizá los poetas, quienes dicen, las palabras de sabiduría más simples y verdaderas, sobre la muerte. Uno de ellos, Giuseppe Ungaretti, hablando del estado de ánimo, de los soldados en la trinchera, durante la Gran Guerra, describió la situación de cada hombre, frente al misterio de la muerte:
Se está,
como en otoño;
en los árboles,
las hojas.
La misma Escritura del Antiguo Testamento, no tiene una respuesta clara, sobre la muerte. De esta, se habla en los libros sapienciales, pero siempre en clave de pregunta, más que de respuesta. Job, los Salmos, el Qohelet, el Sirácide, la Sabiduría: todos estos libros, dedican una atención considerable, al tema de la muerte. Enséñanos, a contar nuestros días —dice un salmo— y llegaremos, a la sabiduría del corazón (Salmo 90, 12). ¿Por qué, se nace? ¿Por qué, se muere? ¿A dónde se va, después de muertos? Son todas estas preguntas, que para el sabio del Antiguo Testamento, siguen sin otra respuesta, nada mas que ésta: Dios lo quiere así; sobre todo, que habrá un juicio.
La Biblia, nos refiere las opiniones inquietantes, de los incrédulos del tiempo: Nuestra vida, es breve y triste; no hay remedio, cuando el hombre muere; y no se conoce a nadie, que se libere de los infiernos. No hay vuelta, de la muerte... Nacimos por casualidad y después estaremos, como si no hubiéramos existido (Sabiduria 2, 1-24). Sólo, en este libro de la Sabiduría, que es el más reciente de los libros sapienciales, la muerte empieza a ser iluminada, por la idea de una retribución ultraterrena. Las almas de los justos, se piensa, están en manos de Dios, aunque no se sabe, qué quiere decir esto en concreto (Sabiduria 3, 1). Es cierto, que en un salmo se lee: Preciosa es, delante del Señor, la muerte de sus fieles (Salmo 116, 15). Pero, no podemos apoyarnos demasiado, en este versículo tan explotado, porque el significado de la frase, parece ser otro: Dios hace pagar caro, la muerte de sus fieles; es decir, es su vengador, pide cuenta de ella.
¿Cómo ha reaccionado el hombre, a esta dura necesidad? De un modo expeditivo, fue el de no pensar sobre ello, el de distraerse. Para Epicuro, por ejemplo, la muerte, es un falso problema: Cuando existo yo, —decía— no existe aún la muerte; cuando existe la muerte, ya no existo yo. Ella, pues, no nos concierne. A esta lógica, de exorcizar la muerte, responden también, las leyes napoleónicas, que desplazaban, los cementerios fuera de la población.
También, se han agarrado, remedios positivos. El más universal, se llama la prole, sobrevivir en los hijos; otra, sobrevivir en la fama: No moriré del todo, (non omnis moriar) —decía el poeta latino— porque quedarán mis escritos, mi fama. He erigido un monumento, más duradero que el bronce. Para el marxismo, el hombre, sobrevive en la sociedad del futuro, no como individuo, sino como especie.
Otro, de estos remedios paliativos, es la reencarnación. Pero, es una locura. Quienes profesan esta doctrina, como parte integrante de su cultura y religión, es decir, aquellos que saben realmente, qué es la reencarnación, también saben que no es un remedio y un consuelo, sino un castigo. No es una prórroga, concedida al disfrute, sino a la purificación. El alma, se reencarna, porque todavía, tiene algo que expiar; y si debe expiar, deberá sufrir. La Palabra de Dios, trunca, todas estas vías de escape ilusorias: Está establecido, que los hombres mueran una sola vez, después de lo cual, viene el juicio (Hebreos 9, 27). ¡Una, sola vez! La doctrina de la reencarnación, es incompatible, con la fe de los cristianos.
En nuestros días, se ha ido más allá. Existe un movimiento, a nivel mundial, llamado transhumanismo. Tiene muchas caras, no todas negativas, pero su núcleo común es, la convicción de que la especie humana, gracias a los progresos de la tecnología, ya está encaminada, hacia una radical superación de sí misma, hasta vivir, durante siglos ¡Y quizá, para siempre! Según, uno de sus representantes más conocidos, Zoltan Istvan, la meta final será, llegar a ser como Dios y vencer la muerte. Un creyente judío o cristiano, no puede dejar de pensar, inmediatamente, en las palabras casi idénticas, pronunciadas al inicio de la historia humana: No moriréis, en absoluto; al contrario, seréis como Dios (Génesis 3, 4-5).
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