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El Espíritu Santo, nos introduce, en el misterio del señorío de Cristo. (Tema) – 2ª. Parte

  • Eduardo Ibáñez García
  • 21 may 2021
  • 5 Min. de lectura

El Espíritu Santo, nos introduce,

en el misterio del señorío de Cristo


Por Raniero Cantalamessa,

Predicador de la Casa Pontificia


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2. Conocimiento objetivo y conocimiento subjetivo de Cristo


T-91 22-05-2021


Volvamos pues, al papel del Espíritu Santo, en relación al conocimiento de Cristo. Se perfilan ya, en el marco del Nuevo Testamento, dos tipos de conocimiento de Cristo; o dos ámbitos, en los que el Espíritu, realiza su acción. Hay, un conocimiento objetivo de Cristo, de su ser, de su misterio y de su persona; y hay, un conocimiento más subjetivo, funcional e interior, que tiene por objeto, lo que Jesús hace por mí, más que lo que Él, es en sí mismo.


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En San Pablo, prevalece aún el interés, por el conocimiento, de lo que Cristo ha hecho por nosotros, por la obra de Cristo y en particular, su misterio pascual; en San Juan, prevalece el interés, por lo que Cristo es: el Logos eterno, que estaba junto a Dios y ha venido en la carne, que es una sola cosa con el Padre (Juan 10, 30). Pero estas dos tendencias, aparecerán evidentes, únicamente, en los acontecimientos posteriores. Aludimos a ellas brevemente, porque esto nos ayudará a captar, cuál es el don, que hace el Espíritu

Santo, en este campo, hoy a la Iglesia.


En la época patrística, el Espíritu Santo aparece, sobre todo, como garante de la tradición apostólica, en torno a Jesús, contra las innovaciones de los gnósticos. A la Iglesia —afirma San Ireneo— le ha sido confiado, el Don de Dios, que es el Espíritu; de Él, no participan, cuantos se separan de la verdad, predicada por la Iglesia, con sus falsas doctrinas. Las Iglesias apostólicas —argumenta Tertuliano— no pueden haber errado, al predicar la verdad. Pensar lo contrario, significaría que el Espíritu Santo, enviado por Cristo con esta finalidad, con la gracia del Padre, como maestro de verdad, Él que es el Vicario de Cristo y su administrador, habría flaqueado en su oficio.


En la época, de las grandes controversias dogmáticas, el Espíritu Santo, es visto como el custodio, de la ortodoxia cristológica. En los Concilios, la Iglesia, tiene la firme certeza, de estar inspirada por el Espíritu, al formular la verdad, en torno a las dos naturalezas de Cristo, a la unidad de su persona, a la integridad de su humanidad. Por lo tanto, el acento, está claramente en el conocimiento objetivo, dogmático y eclesial de Cristo.


Esta tendencia, sigue siendo predominante en la teología, hasta la Reforma. Sin embargo, con una diferencia; los dogmas, que en el momento de formularse, eran cuestiones vitales, fruto de viva participación, de toda la Iglesia; una vez sancionados y transmitidos, tienden a perder su sustancia, a hacerse formales. Dos naturalezas, una persona, se convierte en una fórmula hermosa y hecha, más que el punto de llegada, de un largo y sufrido proceso. Ciertamente no faltaron, en todo este tiempo, magníficas experiencias, de un conocimiento de Cristo íntimo, personal, lleno de cálida devoción a Cristo, como las de San Bernardo y San Francisco de Asís; pero éstas, no influían mucho, sobre la teología. También hoy, se habla de ellas, en la historia de la espiritualidad, no en la de la teología.


Los reformadores protestantes, dan un vuelco a esta situación y dicen: Conocer a Cristo, significa reconocer sus beneficios, no indagar sobre su naturaleza y los modos de la encarnación. El Cristo para mí, salta al primer plano; al conocimiento objetivo y dogmático, se opone un conocimiento subjetivo, íntimo; al testimonio exterior de la Iglesia y de las mismas Escrituras sobre Jesús, se antepone el testimonio interno, que el Espíritu Santo, hace a Jesús en el corazón de todo creyente.


Cuando, más tarde, esta novedad teológica tienda, ella misma, en el protestantismo oficial, a convertirse en ortodoxia muerta, surgirán periódicamente, movimientos, como el pietismo, en el ámbito luterano y el metodismo, en el anglicano, para llevarla nuevamente a la vida. El ápice, del conocimiento de Cristo, coincide, en estos ambientes, con el momento en que, movido por el Espíritu Santo, el creyente, toma conciencia, de que Jesús murió por él, precisamente por él; y lo reconoce, como su Salvador personal:


Por primera vez, con todo el corazón, yo creí;

creí con fe divina

y del Espíritu Santo, obtuve el poder,

de llamar mío al Salvador.

Sentí la sangre, de expiación de mi Señor,

directamente aplicada a mi alma.


Completamos, esta rápida mirada a la historia, aludiendo a una tercera fase, en la manera de concebir, la relación entre el Espíritu Santo y el conocimiento de Cristo; la que ha caracterizado, los siglos de la Ilustración, de los que nosotros, somos directos herederos. Vuelve, a estar en auge, un conocimiento objetivo, separado; sin embargo, no ya de tipo ontológico, como en la época antigua, sino histórico. En otras palabras, no interesa saber, quién es en sí Jesucristo (la preexistencia, la naturaleza, la persona), sino, quién ha sido, en la realidad de la historia ¡Es la época, de la investigación, en torno al llamado Jesús histórico!


En esta fase, el Espíritu Santo, ya no desempeña ningún papel, en el conocimiento de Cristo; está del todo, ausente en ello. El testimonio interno, del Espíritu Santo, se identifica ahora, con la razón y con el espíritu humano. El testimonio exterior, es lo único importante, pero con ello, ya no se entiende, el testimonio apostólico de la Iglesia, sino únicamente, el de la historia, comprobada, con los distintos métodos críticos. El presupuesto común, de este esfuerzo, era que, para encontrar al verdadero Jesús, hay que buscarlo, fuera de la Iglesia, desatarlo, de las vendas del dogma eclesiástico.


Sabemos, cuál fue el resultado, de toda esta investigación, del Jesús histórico: el fracaso, aunque esto no significa, que no haya traído también, muchos frutos positivos. A este respecto, todavía persiste, un malentendido de fondo. Jesucristo —y después de Él, otros hombres, como San Francisco de Asís— no ha vivido, simplemente en la historia, sino que, ha creado una historia; y vive ahora, en la historia que ha creado, como un sonido, en la onda que ha provocado. El esfuerzo encarnizado, de los historiadores racionalistas, parece querer separarlo, de la historia que ha creado, para restituirlo a la común y universal, como si se pudiera percibir mejor, un sonido en su originalidad, separándolo de la onda que lo transporta. La historia, que Jesús ha comenzado o la onda que ha emitido; es la fe de la Iglesia, animada por el Espíritu Santo y sólo a través de ella, se remonta uno a su fuente.


No se excluye con ello, la legitimidad, de la normal investigación histórica sobre Él, pero esta, debería ser más consciente de su límite y reconocer, que no agota todo, lo que se puede saber de Cristo. Como el acto más noble de la razón, es reconocer, que hay algo que la supera; así, el acto más honesto del historiador, es reconocer, que hay algo, que no se alcanza con la sola historia.

 
 
 

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