El Espíritu Santo, nos introduce, en el misterio del señorío de Cristo. (Tema) – 3ª. Parte
- Eduardo Ibáñez García
- 28 may 2021
- 5 Min. de lectura
El Espíritu Santo, nos introduce,
en el misterio del señorío de Cristo
Por Raniero Cantalamessa,
Predicador de la Casa Pontificia

3. El sublime conocimiento, de Cristo
T-92 29-05-2021
Al final de su obra clásica, sobre la historia, de la exégesis cristiana, Henri de Lubac, llegaba a una conclusión, bastante pesimista. A nosotros, los modernos, nos faltan —decía—, las condiciones, para poder resucitar una lectura espiritual, como la de los Padres; nos falta, esa fe llena de empuje, ese sentido de la plenitud y de la unidad, de las Escrituras que ellos tenían. Querer imitar, hoy, su audacia, al leer la Biblia, sería casi, exponerse a la profanación, porque nos falta el espíritu, del que brotaban esas cosas. Sin embargo, no cerraba del todo, la puerta a la esperanza; en otra obra suya, dice que, si se quiere, reencontrar algo, de lo que fue, en los primeros siglos de la Iglesia, la interpretación espiritual de las Escrituras, hay que reproducir, en primer lugar, un movimiento espiritual.
Lo que De Lubac notaba, a propósito de la inteligencia espiritual de las Escrituras, se aplica, con mucha mayor razón, al conocimiento espiritual de Cristo. No basta, con escribir tratados de pneumatología nuevos y muy actualizados. Si falta, el soporte, de una experiencia vivida del Espíritu, análoga a la que acompañó, en el siglo IV, a la primera elaboración, de la teología del Espíritu, lo que se dice, permanecerá siempre, en lo exterior del verdadero problema. Nos faltan, las condiciones necesarias, para elevarnos al nivel, en el que obra el Paráclito: el impulso, la audacia y esa sobria embriaguez del Espíritu, de la que hablan, casi todos los grandes autores, de aquel siglo. No se puede, presentar a un Cristo, en la unción del Espíritu, si no se vive, en cierto modo, en la misma unción.
Ahora bien, precisamente aquí, se ha realizado, la gran novedad deseada por el P. De Lubac. En el siglo pasado, surgió y ha ido ampliándose, cada vez más, un movimiento espiritual, que ha creado las bases, para una renovación de la pneumatología, a partir de la experiencia del Espíritu y de sus carismas. Hablo del fenómeno pentecostal y carismático. En sus primeros cincuenta años de vida, este movimiento, nacido, como reacción a la tendencia racionalista y liberal, de la Teología (como el pietismo y el metodismo, mencionados más arriba), ignoró, deliberadamente, la teología y fue, a su vez, ignorado (¡e incluso ridiculizado!) por la teología.
Pero, hacia la mitad del siglo pasado, cuando penetró en las Iglesias tradicionales, que tenían, una amplia instrumentación teológica y recibió, una acogida de fondo, por parte de las respectivas jerarquías; la teología, ya no ha podido ignorarlo. En un volumen titulado, El redescubrimiento del Espíritu. Experiencia y teología del Espíritu Santo, los más conocidos teólogos, del momento, católicos y protestantes, examinaron el significado del fenómeno pentecostal y carismático, para la renovación de la doctrina del Espíritu Santo.
Todo esto, nos interesa, en este momento, sólo desde el punto de vista, del conocimiento de Cristo. ¿Qué conocimiento de Cristo, va surgiendo en esta nueva atmósfera espiritual y teológica? El hecho más significativo, no es el descubrimiento de nuevas perspectivas y nuevas metodologías, sugeridas por la filosofía del momento (estructuralismo, análisis lingüístico, etc.), sino, el redescubrimiento, de un dato bíblico elemental: ¡Que Jesucristo, es el Señor! El señorío de Cristo, es un mundo nuevo, en el cual se entra sólo, por obra del Espíritu Santo.
San Pablo, habla de un conocimiento de Cristo, de grado superior, o incluso, sublime, que consiste, en conocerlo y proclamarlo, precisamente, como Señor (Filipenses 3, 8). Es la proclamación, que unida a la fe, en la resurrección de Cristo, hace de una persona, un salvado: Si con tu boca, proclamas que ¡Jesús, es el Señor! y con el corazón crees, que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo (Romanos 10, 9). Ahora bien, este conocimiento, sólo lo hace posible, el Espíritu Santo: Nadie, puede decir: ¡Jesús es el Señor! si no, bajo la acción del Espíritu Santo (1 Corintios 12, 3). Cada uno, por supuesto, puede decir con sus labios, aquellas palabras, incluso sin el Espíritu Santo; pero, no sería entonces, la gran cosa, que acabamos de decir; no haría de la persona, un salvado.
¿Qué hay de especial, en esta afirmación, que la hace tan decisiva? Se puede explicar la cosa, desde distintos puntos de vista, objetivos o subjetivos. La fuerza objetiva, de la frase: Jesús, es el Señor; está en el hecho, de que hace presente la historia y en particular, el misterio pascual. Es la conclusión, que brota, de dos acontecimientos: Cristo murió, por nuestros pecados; ha resucitado, para nuestra justificación; por eso, es el Señor. Para esto, Cristo murió y volvió a la vida: para ser el Señor, de los muertos y de los vivos (Romanos 14, 9). Los acontecimientos, que la han preparado, se han encerrado, en esta conclusión y en ella, se hacen presentes y operantes. En este caso, la palabra es realmente, la casa, del ser. La proclamación: Jesús, es Señor, es la semilla, desde la cual, se ha desarrollado todo el kerigma y el anuncio cristiano ulterior.
Desde el punto de vista subjetivo —es decir, por lo que depende, de nosotros— la fuerza, de esa proclamación, está en el hecho, de que supone también, una decisión. Quien la pronuncia, decide sobre el sentido de su vida. Es, como si dijera: Tú, eres mi Señor; yo me someto a ti, yo te reconozco libremente, como mi salvador, mi jefe, mi maestro; aquel que tiene, todos los derechos, sobre mí. Yo, pertenezco a ti, más que a mí mismo; porque tú, me has comprado, a precio caro (1 Corintios 6, 19-20).
El aspecto, de la decisión inherente, a la proclamación de Jesús, Señor, asume hoy, una actualidad particular. Algunos creen, que es posible e incluso, necesario, renunciar a la tesis, de la unicidad de Cristo, para favorecer el diálogo, entre las diversas religiones. Ahora bien, proclamar a Jesús, Señor, significa precisamente, proclamar su unicidad. No en vano, el artículo nos hace decir: Creo, en un solo Señor, Jesucristo. San Pablo escribe:
Pues, aun, cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo, bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros, no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros (1 Corintios 8, 5-6).
El Apóstol, escribía estas palabras, en el momento en que la fe cristiana, se asomaba, pequeña y recién nacida, a un mundo dominado por cultos y religiones potentes y prestigiosas. El valor, que hoy es necesario, para creer que Jesús, es el único Señor, es nada en comparación, con el que hacía falta entonces. Pero, el poder del Espíritu, no se concede, más que a quien proclama, a Jesús Señor; en esta acepción fuerte, de los orígenes. Es, un dato de experiencia. Sólo después, de que un teólogo o un anunciador, ha decidido apostar todo, sobre Jesucristo, único Señor, lo que se dice todo, incluso, a costa de ser expulsado de la sinagoga, sólo entonces, experimenta una certeza y un poder, nuevos en su vida.
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