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Encarnado por obra del Espíritu Santo, en María Virgen (3) T-74. 23-01-2021

  • Eduardo Ibáñez García
  • 22 ene 2021
  • 4 Min. de lectura

Encarnado por obra del Espíritu Santo,

en María Virgen


Por Raniero Cantalamessa,

Predicador de la Casa Pontificia




3. De María Virgen


Ahora, consideremos más de cerca, la parte de María en la encarnación, su respuesta, a la acción del Espíritu Santo. La parte de María consistía, objetivamente, en haber dado la carne y la sangre al Verbo de Dios; es decir, en su divina maternidad. Recorramos velozmente, el camino histórico, a través del cual la Iglesia, ha llegado a contemplar en su plena luz, esta inaudita verdad: !Madre de Dios¡ ¡Una criatura, madre del Creador! Virgen Madre, hija de tu Hijo, humilde y más alta que cualquier criatura: así la saluda San Bernardo, en la Divina Comedia, de Dante Alighieri.

Al inicio y durante todo el período, dominado por la lucha contra la herejía gnóstica y docetista, la maternidad de María, fue vista casi solo como maternidad física o biológica. Estos heréticos negaban que Cristo, tuviera un verdadero cuerpo humano o si lo tenía, que este cuerpo humano, hubiera nacido de una mujer o si había nacido de una mujer, que hubiera tenido verdaderamente la carne y sangre de ella. Contra ellos, era necesario por lo tanto, afirmar con fuerza, que Jesús era el hijo de María y fruto de su seno (Lucas 1, 42); y que María, era la verdadera y natural madre de Jesús.


En esta fase antigua, en la cual se afirma la maternidad real o natural de María, contra los gnósticos y los docetistas, aparece por primera vez, el título de Theotókos. De ahora en adelante, será justamente, el uso de este título, que conducirá la Iglesia, al descubrimiento de una maternidad divina más profunda, que podríamos llamar maternidad metafísica, en cuanto se refiere a la persona, o a la hipostasis del Verbo.


Esto sucede, durante la época de las grandes controversias cristológicas del siglo V, cuando el problema central, entorno a Jesucristo, no es más que, el de su verdadera humanidad, pero aquel, de la unidad de su persona. La maternidad de María, no es más vista, solamente en referencia a la naturaleza humana de Cristo, pero si, como es más justo, en referencia a la única persona del Verbo hecho hombre. Y como esta única persona, que María genera, no es otra cosa que la persona divina del Hijo, como consecuencia ella, aparece como verdadera Madre de Dios.


Entre María y Cristo, no hay solamente una relación de tipo físico, sino también, de orden metafísico; y esto la coloca, a una altura vertiginosa, creando una relación singular, también, entre ella y Dios Padre. San Ignacio de Antioquía, llama a Jesús Hijo de Dios y de María, casi como diríamos de una persona, que es hijo de tal hombre y de tal mujer. En el Concilio de Éfeso, esta verdad se vuelve para siempre, una conquista de la Iglesia: Si alguno -se lee, en un texto por él aprobado- no confiesa que Dios, es verdaderamente el Emanuel y que por lo tanto, la Santa Virgen, habiendo generado, según la carne, el Verbo de Dios hecho hombre, es la Theotókos, sea anatema.


Pero también, esta meta no era definitiva; había otro nivel a descubrir, de la maternidad divina de María, después de lo físico y de lo metafísico. En las controversias cristológicas, el título de Theotókos era valorizado, más en función de la persona de Cristo, que respecto a María, pues eso, solo se consideraba un título mariano. De tal título, no se sacaban aún las consecuencias teológicas, que se refieren a la persona de María, en particular, su santidad única. El título de Theotókos, hacía correr el riesgo, de volverse un arma de batalla, entre las opuestas corrientes teológicas, en cambio de una expresión de la fe y de la piedad hacia María.


Lo demuestra un particular incómodo, que no va callado. Justamente, Cirilo Alejandrino, que combatió como un león, por el título de Theotokos, es el hombre que entre los Padres de la Iglesia, desentona singularmente, respecto a la santidad de María. El fue entre los pocos, que admitió francamente debilidades y defectos en la vida de María, especialmente a los pies de la cruz. Aquí, según él, la Madre de Dios, vaciló en la fe: El Señor -escribe- tuvo en ese punto, que proveer a la Madre que había caído en el escándalo y no había entendido la Pasión; y lo hizo confiándola a Juan, como a un óptimo maestro para que la corrigiera.


¡No podía admitir, que una mujer, aunque fuera la madre de Jesús, pudiera haber tenido una fe mayor, de la que tuvieron los apóstoles que, aunque eran hombres, vacilaron en el momento de la Pasión! Son palabras que derivan, del general menosprecio hacia la mujer, que había en el mundo antiguo y que muestran cuanto poco, favoreciera reconocer a María una maternidad física y metafísica respecto a Jesús, si no se reconocía en ella también, una maternidad espiritual, o sea, del corazón además que del cuerpo.


Aquí se coloca, la gran aportación de los autores latinos, en particular de San Agustín, al desarrollo de la mariología. La maternidad de María es vista por ellos, como una maternidad en la fe. Sobre la palabra, de Jesús: Mi madre y mis hermanos son aquellos, que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica (Lucas 8, 21), San Agustín escribe:


¿Podría no haber hecho la voluntad del Padre, la Virgen María, ella que por fe creyó, por fe concibió, que fue elegida para que de ella, naciera la salvación de los hombres, que fue creada por Cristo, antes que en ella fuera creado Cristo? Seguramente, Santa María hizo la voluntad del Padre y por lo tanto, es cosa más grande para María, haber sido discípula de Cristo, que haber sido Madre de Cristo.

Esta última afirmación osada, se basa en la respuesta que Jesús dio, a la mujer que proclamaba beata la madre, por haberlo llevado en su seno y amamantado: Bienaventurados más bien, aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica (Lucas 11, 27-28).


La maternidad física de María y aquella metafísica, están ahora coronadas, por el reconocimiento de una maternidad espiritual o de fe, que hace de María, la primera y más dócil discípula de Cristo. El fruto más bello, de esta nueva visión sobre la Virgen, es la importancia que asume el tema de la santidad de María. De ella escribe también San Agustín, por el honor debido al Señor, no se debe ni siquiera hacer mención, cuando se habla de pecado. La Iglesia latina, expresará esta prerrogativa, con el título de Inmaculada; y la Iglesia griega, con el de Toda Santa.

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