Homilía del día domingo, 10 de mayo - 2020
- Eduardo Ibáñez García
- 9 may 2020
- 5 Min. de lectura
Dia del Señor
Tiempo de Pascua – Ciclo A
Quinto domingo
10 de mayo – 2020
Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 6, 1-7
Los Doce, convocaron a la multitud de los discípulos y les dijeron: No es justo que, dejando el ministerio de la Palabra de Dios, nos dediquemos a administrar los bienes. Escojan entre ustedes a siete hombres de buena reputación, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, a los cuales encargaremos este servicio. Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la palabra. Todos estuvieron de acuerdo y eligieron a siete de la comunidad; se los presentaron a los apóstoles y éstos, después de haber orado, les impusieron las manos. (Hechos 6, 1-6)
Salmo: 32, 1-2. 4-5. 18-19
Cuida el Señor, de aquellos que lo temen y en su bondad confían; los salva de la muerte y en épocas de hambre, les da vida. El Señor cuida, de aquellos que lo temen. Aleluya. (Salmo 32, 18-19)
Segunda lectura: 1 Pedro 2, 4-9
San Pedro, apóstol de Cristo Jesús, a los judíos que viven fuera de Israel, les dice: Hermanos: Acérquense al Señor Jesús, la piedra viva, rechazada por los hombres, pero escogida y preciosa a los ojos de Dios; porque ustedes también son piedras vivas, que van entrando en la edificación del templo espiritual, para formar un sacerdocio santo, destinado a ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios, por medio de Jesucristo. (1 Pedro 2, 4-5)
Evangelio: San Juan 14, 1-12
El evangelista San Juan, proclama que, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando me vaya y les prepare un sitio, volveré y los llevaré conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes. Y, ya saben el camino, para llegar al lugar a donde voy. Entonces, Tomás le dijo: Señor, no sabemos a dónde vas ¿Cómo podemos saber el camino? Jesús le respondió: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no es por mí. Si ustedes me conocen a mí, conocen también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocen y lo han visto”. (Juan 14, 3-7)
Lecturas consultadas en:
Id y enseñad,
La Biblia Latinoamérica,
La Biblia de las Américas y
Nuevo Misal del Vaticano II

Yo voy al Padre
(Juan 14)
"Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie viene al Padre, sino por mi" (v 6-7).
La respuesta cristiana, a la pregunta humana más inquietante
En el libro del Génesis se lee, que después del pecado Dios dijo al Hombre: Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás (Génesis 3, 19). Cada año, el miércoles de Ceniza, la liturgia nos repite esta severa advertencia: Recuerda que polvo eres y en polvo te has de convertir. Si dependiera de mí, haría desaparecer de inmediato, esta fórmula de la liturgia. Justamente ahora, la Iglesia permite sustituirla con la otra: Conviértanse y crean en el Evangelio. Tomada a la letra, sin las debidas explicaciones, aquellas palabras son de hecho, la expresión perfecta del ateísmo científico moderno: el hombre no es más que una polvareda de átomos, que se resolverá al final, en otra polvareda de átomos.
El Qohélet (Eclesiastés), un libro de la Biblia, escrito en una época de crisis, de las certezas religiosas en Israel, parece confirmar esta interpretación atea, cuando escribe: Todos caminan hacia una misma meta; todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo. ¿Quién sabe, si el aliento de vida de los humanos, asciende hacia arriba y si el aliento de vida de la bestia, desciende hacia abajo, a la tierra? (Eclesiastés 3, 20-21). Al final del libro, esta última terrible duda (quién sabe, si hay diferencia entre la suerte final del hombre y la del animal) parece resuelta positivamente, porque el autor dice que vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio (Eclesiastés 12, 7). En los últimos escritos del Antiguo Testamento, empieza, es verdad, a abrirse camino, la idea de una recompensa a los justos, después de la muerte; y hasta la de una resurrección de los cuerpos, pero es una creencia aún bastante vaga en el contenido y no compartida por todos, por ejemplo, por los saduceos.
Mañana de verano, en Santa Cruz Balanyá,
Chimaltenango, Guatemala

En este contexto, podemos valorar la novedad de las palabras, con las que empieza el Evangelio del domingo: Que su corazón, no se turbe. Creen en Dios y creen también en mí. En la casa de mi Padre, hay muchas mansiones; y si no, se los habría dicho; porque voy a prepararles un lugar. Y cuando me haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y les tomaré conmigo, para que donde esté yo, estén también ustedes. Estas contienen la respuesta cristiana, a la más inquietante de las preguntas humanas. Morir no es -como esta escrito en los inicios de la Biblia y en el mundo pagano- bajar al Seól o al Hades, para llevar allí una vida de larvas o de sombras; no es -como para ciertos biólogos ateos- restituir a la naturaleza el propio material orgánico, para un ulterior uso, por parte de otros seres vivos; tampoco es -como en ciertas formas de religiosidad actuales, que se inspiran en doctrinas orientales y con frecuencia mal entendidas- disolverse como persona, en el gran mar de la conciencia universal, en el Todo o según los casos, en la Nada... Es en cambio, ir a estar con Cristo en el seno del Padre, ser de donde Él es.
El velo del misterio no se ha levantado, porque no puede suprimirse. Igual a, que no se puede describir, qué es el color a un ciego de nacimiento o el sonido a un sordo; tampoco se puede explicar, qué es una vida fuera del tiempo y del espacio, a quien aún está en el tiempo y en el espacio. No es Dios, quien ha querido mantenernos en la oscuridad... Nos ha dicho, sin embargo, lo esencial: la vida eterna será una comunión plena, alma y cuerpo, con Cristo resucitado, compartir su gloria y su gozo.
El Papa Benedicto XVI, en su encíclica sobre la esperanza (Spe salvi), reflexiona sobre la naturaleza de la vida eterna, desde un punto de vista también existencial. Comienza observando, que hay personas, que no desean en absoluto una vida eterna, que incluso tienen miedo. ¿Para qué sirve -se preguntan- prolongar una existencia, que se ha revelado llena de problemas y de sufrimientos?
La razón de este temor, explica el Papa, es que no se logra pensar en la vida, más que en los modos que conocemos aquí abajo; mientras que en la morada del Padre, se trata, sí, de vida, pero sin todas las limitaciones, que experimentamos en el presente. La vida eterna -dice la Encíclica-, será sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo -el antes y el después- ya no existe. No será, un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual, la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad.
Con estas palabras, el Papa, alude tal vez, tácitamente, a la obra de un famoso compatriota suyo. El ideal del Fausto de Goethe, es de hecho precisamente, alcanzar tal plenitud de vida y tal satisfacción, que le haga exclamar: Detente, instante: ¡eres tan bello! Creo, que ésta es la idea menos inadecuada, que podemos hacernos de la vida eterna: un instante que desearíamos, que no acabara nunca y que -a diferencia, de todos los instantes de felicidad de aquí abajo- ¡no terminará jamás! Me vienen a la memoria, las palabras de uno de los cantos más amados, por los cristianos de lengua inglesa: Amazing grace. Dice: Y cuando allí hayamos estado diez mil años, / brillando como el sol, / el tiempo que nos queda de alabar a Dios / no será inferior que cuando todo comenzó.
Adaptación del texto de la Homilía del
P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
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