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Serán los dos, una sola carne. (Homilía dominical)

  • Eduardo Ibáñez García
  • 2 oct 2021
  • 7 Min. de lectura

Día del Señor


Tiempo ordinario II – Ciclo B

Vigesimoséptimo domingo

3 de octubre 2021


En el nombre del Padre, del Hijo y del Espiritu Santo. Amen


Oración:

Dios todopoderoso y eterno que, en la superabundancia de tu amor, sobrepasas los méritos y aun los deseos, de los que te suplican; derrama, sobre nosotros tu misericordia, para que libres nuestra conciencia, de toda inquietud; y nos concedas, aun aquello, que no nos atrevemos a pedir. Por nuestro Señor Jesucristo... Amén.

  • Primera lectura: Génesis 2, 18-24

Dijo, el Señor Dios: “No es bueno, que el hombre esté solo. Voy a hacerle, a alguien como él, para que lo ayude.” …Adán, les puso nombre a todos los animales… pero, no hubo ningún ser semejante a Adán, para ayudarlo. Entonces, el Señor Dios, hizo caer al hombre en un profundo sueño; y mientras dormía, le sacó una costilla… y Dios, formó una mujer. Se la llevó al hombre y éste exclamó: Esta sí es, hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada mujer, porque ha sido formada del hombre. Por eso, el hombre, abandonará a su padre y a su madre; y se unirá a su mujer y serán los dos, una sola cosa (Génesis 2, 18. 20-24).

  • Salmo: 127, 1-6

Dichoso, el que teme al Señor. Dichoso, el que teme al Señor y sigue sus caminos: comerá, del fruto de su trabajo, será dichoso, le irá bien (Salmo: 127, 1-2).

  • Segunda lectura: Hebreos 2, 9-11

San Pablo, apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios, a los hebreos les dice: Hermanos, el creador y Señor de todas las cosas, quiere que todos sus hijos, tengan parte en su gloria. Por eso, convenía que Dios, consumara en la perfección, mediante el sufrimiento, a Jesucristo, autor y guía de nuestra salvación. El santificador y los santificados, tienen la misma condición humana. Por eso, no se avergüenza, de llamar hermanos a los hombres (Hebreos 2, 10-11).


¡Aleluya! ¡Aleluya! Tu palabra, Señor, es la verdad; santifícanos en la verdad. Aleluya.

  • Evangelio: San Marcos 10, 2-16

El evangelista San Marcos, proclama que, se acercaron a Jesús, unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: ¿Le es lícito, a un hombre, divorciarse de su esposa? Y, añadieron: Moisés nos permitió el divorcio mediante la entrega de un acta de divorcio a la esposa. Jesús, les respondió: “Moisés, prescribió esto, debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio, al crearlos, Dios, los hizo hombre y mujer...De modo que, ya no son dos, sino una sola cosa. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre.” (Marcos 10, 2. 4-6. 8-9).


Lecturas consultadas en:


Id y enseñad,

La Biblia Latinoamérica,

La Biblia de las Américas y

Nuevo Misal del Vaticano II

 


Lo que Dios unió, no lo separe el hombre

(Marcos 10)


“De manera que, ya no son dos, sino uno solo. Pues bien, lo que Dios a unido, que el hombre no lo separe.” (Versículos 8-9)


 

Serán los dos, una sola carne


El tema de este XXVII Domingo, es el matrimonio. La primera lectura comienza, con las bien conocidas palabras: Dijo el Señor, Dios: No es bueno, que el hombre esté sólo. Voy a hacerle, una ayuda adecuada. En nuestros días, el mal del matrimonio es, la separación y el divorcio; mientras que, en tiempos de Jesús, lo era el repudio. En cierto sentido, este era un mal peor, porque implicaba también, una injusticia, respecto a la mujer, que aún persiste, lamentablemente, en ciertas culturas. El hombre, de hecho, tenía el derecho, de repudiar a la propia esposa; pero la mujer, no tenía el derecho, de repudiar a su propio marido.

Dos opiniones se contraponían, respecto al repudio, en el judaísmo. Según una de ellas, era lícito repudiar a la propia mujer, por cualquier motivo, al arbitrio, por lo tanto, del marido; según la otra, en cambio, se necesitaba, un motivo grave, contemplado por la Ley. Un día, sometieron esta cuestión a Jesús, esperando que adoptara, una postura a favor de una u otra tesis. Pero, recibieron una respuesta, que no se esperaban: Teniendo en cuenta, la dureza de su corazón; Moisés, escribió para ustedes este precepto. Pero, desde el comienzo de la creación, Dios los hizo varón y hembra. Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre; y los dos, se harán una sola carne. De manera que, ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre.

La ley de Moisés, acerca del repudio, es vista por Cristo, como una disposición no querida, sino tolerada por Dios (como la poligamia u otros desórdenes) a causa de la dureza de corazón y de la inmadurez humana. Jesús, no critica a Moisés, por la concesión hecha; reconoce que, en esta materia, el legislador humano no puede, dejar de tener en cuenta, la realidad de hecho. Pero, se le propone, a todo el ideal originario, de la unión indisoluble, entre el hombre y la mujer (una sola carne) que, al menos, para sus discípulos, deberá ser ya, la única forma posible de matrimonio.

Sin embargo, Jesús, no se limita a reafirmar la ley; le añade la gracia. Esto quiere decir, que los esposos cristianos, no tienen sólo el deber, de mantenerse fieles hasta la muerte; tienen también, las ayudas necesarias para hacerlo. De la muerte redentora de Cristo, viene una fuerza –el Espíritu Santo– que permea, todo aspecto de la vida del creyente, incluido el matrimonio. Este, incluso, es elevado a la dignidad de sacramento y de imagen viva, de su unión esponsalicia, con la Iglesia en la cruz (Efesios 5, 31-32).

Decir, que el matrimonio, es un sacramento, no significa sólo (como a menudo, se cree) que en le está permitida y es lícita y buena la unión de los sexos, que fuera de él, sería desorden y pecado; significa –más, todavía– decir que, el matrimonio se convierte, en un modo de unirse a Cristo, a través del amor al otro, un verdadero camino de santificación.

Esta visión positiva, es la que mostró, tan felizmente el Papa Benedicto XVI, en su Encíclica Deus caritas est, sobre amor y caridad. El Papa, no contrapone en ella, la unión indisoluble en el matrimonio, a otra forma de amor erótico; pero la presenta, como la forma más madura y perfecta, desde el punto de vista, no sólo cristiano, sino también humano.


El desarrollo del amor, hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza dice conlleva, el que ahora aspire a lo definitivo; y esto, en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad –sólo, esta persona–, y en el sentido del para siempre. El amor engloba, la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también, el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa, apunta a lo definitivo: el amor, tiende a la eternidad.


Este ideal, de fidelidad conyugal, nunca ha sido fácil (¡adulterio, es una palabra que resuena siniestramente, hasta en la Biblia!); pero hoy, la cultura permisiva y hedonista, en la que vivimos, lo ha hecho inmensamente más difícil. La alarmante crisis, que atraviesa la institución del matrimonio, en nuestra sociedad, está a la vista de todos. Legislaciones civiles, como la del gobierno español, que permiten (¡e indirectamente, de tal forma, alientan!) iniciar los trámites de divorcio, apenas pocos meses después, de vida en común. Palabras como: estoy harto, de esta vida, me marcho, si es así, ¡cada uno, por su lado! ya se pronuncian entre cónyuges, a la primera dificultad. (Dicho sea, de paso: creo que un cónyuge cristiano, debería acusarse en confesión, del simple hecho, de haber pronunciado una de estas palabras, porque el solo hecho de decirla, es una ofensa a la unidad y constituye, un peligroso precedente psicológico).

El matrimonio, sufre en ello, la mentalidad común, del usar y tirar. Si un aparato o una herramienta, sufre algún daño o una pequeña abolladura, no se piensa en repararlo (han desaparecido ya, quienes tenían estos oficios), se piensa sólo, en sustituirlo. Aplicada al matrimonio, esta mentalidad resulta mortífera.

¿Qué se puede hacer, para contener esta tendencia, causa de tanto mal, para la sociedad y de tanta tristeza, para los hijos? Tengo una sugerencia: ¡redescubrir, el arte del remiendo! Sustituir la mentalidad del usar y tirar, por la del usar y remendar. Casi nadie, hace ya remiendos. Pero, si no se hacen ya en la ropa, hay que practicar, este arte del remiendo, en el matrimonio. Remendar, los desgarrones. Y remendarlos, enseguida.

San Pablo, daba óptimos consejos, al respecto: Enójense, pero sin pecar; que el enojo, no les dure, hasta la puesta del sol; pues de otra manera, se le daría lugar al Diablo. Sopórtense unos a otros y perdónense mutuamente, si alguno tiene queja, contra otro. Ayúdense mutuamente, a llevar sus cargas (Efesios 4, 26-27; Colosenses 3, 13; Gálatas 6, 2).

Lo importante, que hay que entender, es que en este proceso de desgarrones y recosidos; de crisis y superaciones; el matrimonio no se gasta, sino que se afina y mejora. Percibo una analogía, entre el proceso que lleva, hacia un matrimonio exitoso y el que lleva a la santidad. En su camino, hacia la perfección, los santos, atraviesan a menudo, la llamada noche oscura, de los sentidos, en la que ya no experimentan, ningún sentimiento, ningún impulso; tienen aridez, están vacíos, hacen todo a fuerza de voluntad y con fatiga. Después de ésta, llega la noche oscura, del espíritu, en la que, no entra en crisis sólo el sentimiento, sino también la inteligencia y la voluntad. Se llega a dudar de que se esté en el camino adecuado, si es que acaso, no ha sido todo un error; oscuridad completa, tentaciones sin fin. Se sigue adelante, sólo por fe.

Entonces ¿Todo, se acaba? ¡Al contrario! Todo esto, no era sino purificación. Después, de que han pasado por estas crisis, los santos, se dan cuenta, de cuánto más profundo y más desinteresado, es ahora su amor por Dios, respecto al de los comienzos.

A muchas parejas, no les costará reconocer en ello, su propia experiencia. También, han atravesado frecuentemente, en su matrimonio, la noche de los sentidos, en la que falta todo arrebato y éxtasis de aquellos; y si alguna vez lo hubo, es sólo un recuerdo del pasado. Algunos, conocen también, la noche oscura del espíritu, el estado en que, entra en crisis hasta la opción de fondo y parece, que no se tiene ya nada en común.

Si con buena voluntad y la ayuda de alguien, se logran superar estas crisis, se percibe, hasta qué punto el impulso y el entusiasmo de los primeros días, era poca cosa, respecto al amor estable y la comunión, madurados en los años. Si primero, el esposo y la esposa se amaban, por la satisfacción que ello les procuraba, hoy tal vez, se aman un poco más, con un amor de ternura, libre de egoísmo y capaz de compasión; se aman, por las cosas que han pasado y sufrido juntos.


Adaptación del texto de la homilía del

P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

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