Homilía del día domingo, 10 de noviembre – 2019
- Eduardo Ibáñez García
- 9 nov 2019
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 7 may 2021
Día del Señor
Tiempo Ordinario – Ciclo C
Trigésimo segundo domingo
10 de noviembre – 2019
Primera lectura: II Macabeos 7, 1-2. 9-14
El rey Antíoco Epifanes, hizo arrestar a siete hermanos junto con su madre, para obligarlos a comer carne de puerco, prohibida por la ley. Uno de ellos, hablando en nombre de todos, dijo: ...Estamos dispuestos a morir, antes que quebrantar la ley de nuestros padres... Cuando el segundo de ellos estaba para morir, le dijo al rey: Asesino, tú nos arrancas la vida presente, pero el rey del universo nos resucitará a una vida eterna, puesto que morimos por fidelidad a sus leyes. (II Macabeos 7, 1-2. 9)
Salmo: 16, 1. 5-6. 8. 15
Protégeme, Señor, como a las niñas de tus ojos, bajo la sombra de tus alas escóndeme; pues yo, por serte fiel, contemplaré tu rostro y al despertarme, espero saciarme de tu vista. Al despertar, Señor, contemplaré tu rostro. (Salmo: 16, 15)
Segunda lectura: II Tesalonicenses 2, 16-17. 3, 1-5
San Pablo, les dice a los de Tesalónica: Hermanos: Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y nuestro Padre Dios, que nos ha amado y nos ha dado gratuitamente, un consuelo eterno y una feliz esperanza; conforten los corazones de ustedes y los dispongan a toda clase de obras buenas y de buenas palabras. (II Tesalonicenses 2, 16-17)
Evangelio: San Lucas 20, 27-38
El evangelista San Lucas, proclama que, como los saduceos, negaban la resurrección de los muertos, les dijo Jesús: "Y que los muertos resucitan, pues el mismo Moisés, lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. Porque Dios, no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven”. (Lucas 20, 37-38)
Lecturas consultadas en:
Id y enseñad,
La Biblia Latinoamérica,
La Biblia de las Américas y
Nuevo Misal del Vaticano II
Sólo, la certeza de la resurrección...
...puede evitar, que el creyente ceda, frente a la seducción del mundo e imite, a cuantos ponen toda su confianza, en la condición mortal presente, preocupados únicamente, de su interés inmediato.
"Espero en la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro".
Celebramos hace pocos días, la conmemoración solemne de todos los fieles difuntos; y estamos todavía, en un clima de reflexión y de oración, por nuestros queridos difuntos. La triste peregrinación, que durante el mes de noviembre, lleva a tanta gente a los cementerios, es un gesto de piedad y afecto; y una manifestación coral de fe y comunión eclesial.
La Iglesia proclama, al mismo tiempo, su fe en Cristo vencedor de la muerte: Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Estos dos artículos del Credo o Símbolo apostólico, cobran un significado singular, a la luz de la memoria de los fieles difuntos. Nos recuerdan, que no nos encaminamos hacia la nada. Por el contrario, nuestra existencia tiene una meta precisa y la fe abre, en medio de la tristeza de la separación humana, el horizonte luminoso de una vida, que va más allá de esta existencia terrena y que será, el puerto de llegada de todos los hijos de Dios, en Jesucristo. La vida eterna.
Las lecturas de la santa misa, de este XXXII domingo del tiempo ordinario, hablan de la resurrección de los muertos y de la vida del mundo futuro. En el pasaje del Evangelio de San Lucas, algunos saduceos se dirigen a Jesús, con una pregunta insidiosa. Niegan, que haya resurrección de los muertos; y quieren lograr que Jesús, tome una posición al respecto, pero Él les responde, como siempre, con una claridad cristalina.
El Señor afirma, que los muertos resucitan. Esta es la afirmación más importante y solemne. Observa: "Y que los muertos resucitan, lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven" (Lucas 20, 37-38).
Explica también, cómo será la vida eterna, partiendo de la pregunta provocadora de los saduceos. A éstos, que con evidente ironía le preguntan, de quién será esposa, después de la muerte, una mujer que tuvo durante su vida muchos maridos sucesivos; Jesús responde, que los resucitados en el más allá "Ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles; y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección". (Lucas 20, 35-36).
Así pues, en estas breves expresiones, el divino Maestro, reafirma dos veces consecutivas, la verdad de la resurrección, agregando claramente, que la existencia, después de la muerte, será diferente de la existencia en la tierra: desaparecerá la procreación, necesaria en el tiempo, según las palabras del Creador: "Sean fecundos y multiplíquense y llenen la tierra y sométanla" (Génesis 1, 28). Y dado que, la vida de los resucitados será semejante a la de los ángeles, nos da a entender, que la persona humana estará libre de las necesidades, relacionadas con la presente condición mortal.
Gracias a otros pasajes, de la Sagrada Escritura y a la reflexión de los padres de la Iglesia, sabemos que el paraíso constituye, la respuesta más elevada, a nuestra necesidad íntima de felicidad, a través de la posesión directa del Bien infinito: Dios.
San Agustín, escribió: ibi vacabimus, et videbimus; videbimus, et amabimus; amabimus, et laudabimus. Ecce quod erit in fine sine fine. En el paraíso descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al fin sin fin. El sufrimiento por Cristo.
Un ejemplo de fe inquebrantable, en el más allá, nos lo propone también la primera lectura, tomada del libro de los Macabeos. Es el relato de los siete hermanos que, junto con su madre, afrontaron heroicamente la muerte, con tal de no violar las prescripciones de la ley mosaica. Lo dicen, casi lo gritan, al rey pagano que quería obligarlos, a realizar una acción mala: El rey del mundo, a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna (II Macabeos 7, 9). Su testimonio heroico, anticipa el testimonio de miles de mártires cristianos, orgullo y corona de la Iglesia primitiva. Muchos de ellos sacrificaron su vida, derramando su sangre por el Evangelio, precisamente en Roma.
El martirio a causa del Evangelio, ha estado presente siempre en la Iglesia; y sigue estándolo, aún hoy. Hay muchos otros martirios también, en nuestro siglo. Se trata de una llamada divina singular, dirigida a almas privilegiadas que, a través de la inmolación de su vida, imitan mucho más de cerca, al Salvador Jesús, fecundando con el don total de sí mismas, el amplio campo de Dios (I Corintios 3, 9).
Aunque sólo a algunas personas, se les pide este sacrificio extraordinario, todos los fieles que quieran servir a Cristo, con generosidad auténtica; antes o después, deberán sufrir, precisamente a causa de esa fidelidad, una especie de martirio: del corazón, de los sentidos, de la voluntad o de los sentimientos.
En las horas difíciles, teniendo presente la valentía de los mártires y de los santos, no hemos de olvidar nunca, las palabras del Símbolo apostólico: "Espero en la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro" Son fuentes de fortaleza y esperanza; luz y apoyo en la prueba.
Sólo la certeza de la resurrección, puede evitar que el creyente ceda, frente a la seducción del mundo e imite, a cuantos ponen toda su confianza, en la condición mortal presente, preocupados únicamente de su interés inmediato.
San Pablo, en la epístola a los Tesalonicenses dice: Aquel, que nos ha amado y que nos ha dado gratuitamente, una consolación eterna y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y los afiance en toda obra y palabra buena (II Tesalonicenses 2, 16-17).
Adaptación del texto de la
Homilía de San Juan Pablo II
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