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Homilía del día domingo, 13 de diciembre - 2020

  • Eduardo Ibáñez García
  • 23 dic 2020
  • 5 Min. de lectura

Día del Señor


Tiempo de Adviento – Ciclo B

Tercer domingo

13 de diciembre – 2020

  • Primera lectura: Isaías 61, 1-2. 10-11

El profeta Isaías dice, el espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado para anunciar la buena nueva a los pobres… Me alegro en el Señor, con toda el alma y me lleno de júbilo en mi Dios, porque me revistió con vestiduras de salvación y me cubrió con un manto de justicia… (Isaías 61, 1. 10)

  • Salmo: Lucas 1, 46-54

Mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador. Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso los ojos en la humildad de su esclava. (Salmo: Lucas 1, 46)

  • Segunda Lectura: 1 Tesalonicenses 5, 16-24

San Pablo, apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios, a los tesalonicenses les dice: Hermanos: Vivan siempre alegres y… que el Dios de la paz, los santifique a ustedes en todo y que todo su ser, espíritu, alma y cuerpo, se conserve irreprochable, hasta la llegada de nuestro Señor Jesucristo. (1 Tesalonicenses 5, 16. 23)

  • Evangelio: San Juan 1, 6-8. 19-28

El evangelista San Juan, proclama que, este es el testimonio, que dio Juan el Bautista, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén, a unos sacerdotes y levitas para preguntarle: ¿Quién eres tú? El reconoció y no negó quién era. El afirmó: Yo, no soy el Mesías… De nuevo, le preguntaron: Entonces ¿Por qué bautizas, si no eres el Mesías? Juan les respondió: Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay uno, al que ustedes no conocen, alguien que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno, de desatarle las correas de sus sandalias. (Juan 1, 19-20. 25-27)

Lecturas consultadas en:

Id y enseñad,

La Biblia Latinoamérica,

La Biblia de las Américas y

Nuevo Misal del Vaticano II

 




Juan Bautista presenta a Jesus, el “Cordero de Dios”

(Juan 1)

“...en medio de ustedes hay uno, al que ustedes no conocen…". (Versículo 26)






 

¡Esten siempre alegres en el Señor!


El tercer domingo de Adviento, se llama domingo de la alegría y marca el paso de la primera parte, prevalecientemente austera y penitencial del Adviento; a la segunda parte, dominada por la espera de la salvación cercana. El título le viene, de las palabras Esten siempre alegres (gaudete), que se escuchan, al inicio de la Misa: Esten siempre alegres, en el Señor; se lo repito, esten alegres. El Señor, está cerca (Filipenses, 4, 4-5). Pero, el tema de la alegría invade también, el resto de la liturgia de la Palabra. En la primera lectura, oímos el grito del profeta: Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios. El Salmo responsorial, es el Magnificat de María, intercalado del estribillo: Me alegro con mi Dios. La segunda lectura, finalmente, comienza con las palabras de San Pablo: Hermanos: Esten siempre alegres.


Ser felices, es tal vez el deseo humano más universal. Todos, quieren ser felices. El poeta alemán Schiller, cantó este anhelo universal, al gozo, en una poesía que después Beethoven inmortalizó, haciendo el famoso Himno a la Alegría, que concluye la Novena Sinfonía. También el Evangelio es, a su modo, un largo himno a la alegría. El nombre mismo Evangelio significa, como sabemos, feliz noticia, anuncio de alegría. Pero, el discurso de la Biblia sobre la alegría, es un discurso realista, no idealista ni veleidoso. Con la comparación de la mujer, que da a luz (Juan 16, 20-22), Jesús, nos ha dicho muchas cosas. El embarazo no es en general, un período fácil para la mujer. Es más bien un tiempo de molestias, de limitaciones de todo tipo: no se puede hacer, comer ni llevar puesto, lo que se desea, ni ir adonde se quiera. Sin embargo, cuando se trata de un embarazo deseado, vivido en un clima sereno, no es un tiempo de tristeza, sino de alegría. El por qué es sencillo: se mira adelante, se pregunta el momento, en que se podrá tener en brazos a la propia criatura. He oído, a varias madres decir, que ninguna otra experiencia humana, se puede comparar a la felicidad, que se experimenta al convertirse en madre.


Todo esto, nos dice algo muy preciso: las alegrías verdaderas y duraderas, maduran siempre desde el sacrificio. ¡No hay rosa, sin espinas! En el mundo, placer y dolor (lo hemos observado ya, en una ocasión) se siguen el uno al otro, con la misma regularidad con la que, al elevarse una ola que impulsa al nadador hacia la playa, le sigue un hundimiento y un vacío que le succiona hacia atrás. El hombre busca desesperadamente, separar a estos dos hermanos siameses, de aislar el placer del dolor. Pero no se consigue, porque es el propio placer desordenado, el que se transforma en amargura. O de improviso y trágicamente, como nos dicen las crónicas diarias; o un poco a la vez, a causa de su incapacidad de durar y del tedio que genera. Basta pensar, por poner un ejemplo más evidente, qué queda de la excitación de la droga, un minuto después de que haya cesado su efecto; o a dónde lleva, también desde el punto de vista de la salud, el abuso desenfrenado del sexo. El poeta pagano Lucrezio, tiene dos poderosos versos al respecto: Un no sé qué de amargo surge, de lo íntimo de cada placer nuestro y nos angustia incluso, en medio de nuestras delicias.


Al no poder, por lo tanto, separar placer y dolor, se trata de elegir: o un placer pasajero, que lleva a un dolor duradero; o un dolor pasajero, que lleva a un placer duradero. Esto no vale sólo para el placer espiritual, sino para toda alegría humana honesta: la de un nacimiento, una familia unida, una fiesta, el trabajo llevado felizmente a término, el gozo de un amor bendecido, la amistad, una buena cosecha para el agricultor, la creación artística para el artista, una victoria para el atleta.


Alguno podría objetar ¿Pero entonces, para el creyente, la alegría en esta vida, será siempre y sólo objeto de espera, sólo un gozo de lo que está por venir? No; existe una alegría secreta y profunda, que consiste precisamente, en la espera. Es más, es tal vez ésta, en el mundo, la forma más pura de la alegría; la alegría que se tiene, en esperar. El poeta Leopardi, lo dijo maravillosamente en la poesía, Il sabato del villaggio. La alegría más intensa, no es la del domingo, sino la del sábado; no es la de la fiesta, sino la de su espera. La diferencia es que, la fiesta que el creyente espera, no durará sólo algunas horas, para después ceder de nuevo, el puesto a tristeza y tedio, sino que durará para siempre.


Adaptación del texto de la Homilía del

P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

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