La adoración en espíritu y verdad. (Tema) - Parte 2
- Eduardo Ibáñez García
- 19 mar 2021
- 4 Min. de lectura
Por Raniero Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia

2. El lugar del Espíritu Santo en la liturgia
T-82. 20-03-2021

Esta premisa general, se revela particularmente útil, al abordar el tema de la liturgia, la Sacrosanctum concilium. El texto nace de la necesidad, advertida desde hace tiempo y desde diversas partes, de una renovación de las formas y de los ritos de la liturgia católica. Desde este punto de vista, sus frutos han sido tantos y muy benéficos, para la Iglesia. Se advertía menos, en ese momento, la necesidad de detenerse, en lo que después de Romano Guardini, se suele llamar el espíritu de la liturgia; y que, en el sentido, que ahora explicaré, yo la llamaría más bien, la liturgia del Espíritu (¡Espíritu, con mayúscula!).
Fieles en la intención, declarada en estas nuestras meditaciones, de valorizar, algunos aspectos más espirituales e interiores, de los textos conciliares, es justamente, sobre este punto, que quiero reflexionar. La Sacrosanctum concilium, dedica a esto, solamente un breve texto inicial, fruto del debate que antecedió, a la redacción final de la constitución.
Para cumplir esta obra así de grande, con la cual se da a Dios, una gloria perfecta y los hombres son santificados, Cristo, asocia siempre a sí la Iglesia, su esposa muy amada, la cual invoca como a su Señor y por medio de Él, vuelve el culto al eterno Padre. Justamente, por esto, la liturgia es considerada, como el ejercicio, de la función sacerdotal de Jesucristo. En ella, la santificación del hombre, está simbolizada, por medio de signos sensibles y realizada de manera propia, en cada uno de ellos; en ella, el culto público integral, está ejercitado, por el cuerpo místico de Jesucristo; o sea, por la cabeza y sus miembros. Por lo tanto, cada celebración litúrgica, en cuanto es obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia; y ninguna otra acción de la Iglesia, se iguala en eficacia y con el mismo título y mismo grado.
Es en los sujetos o en los actores de la liturgia, que hoy estamos con la aptitud, de notar una laguna, en esta descripción. Los protagonistas, aquí puestos a la luz, son dos: Cristo y la Iglesia. Falta una mención, el lugar del Espíritu Santo. También, en el resto de la constitución, el Espíritu Santo, nunca es objeto de una mención directa, solamente nominado aquí y allí; y siempre, no en forma explicita.
El Apocalipsis, nos indica el orden y el número completo, de los actores litúrgicos, cuando resume el culto cristiano, en la frase: ¡El Espíritu y la Esposa dicen (a Cristo Señor), Ven! (Apocalipsis 22, 17). Pero Jesús, ya había expresado de manera perfecta, la naturaleza y la novedad del culto de la Nueva Alianza, en el diálogo con la Samaritana: Viene la hora -y es esta- en la cual, los verdaderos adoradores adorarán, al Padre en Espíritu y Verdad (Juan 4, 23).
La expresión Espíritu y Verdad, a la luz del vocabulario de San Juan, puede significar solamente, dos cosas: o sea que el Espíritu de verdad, es el Espíritu Santo (Juan 14, 17; 16, 13), o el Espíritu de Cristo, que es la verdad (Juan 14, 6). Una cosa es cierta y esta, no tiene nada que ver, con la explicación subjetiva, que le gusta a los idealistas y a los románticos, según los cuales el espíritu y verdad, indicaría la interioridad escondida del hombre, en oposición a cada culto externo y visible. No se trata, solamente, el paso de lo exterior al interior, sino el paso de lo humano a lo divino.
Si la liturgia cristiana, es el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, el mejor camino, para descubrir su naturaleza, es ver como Jesús, ejercitó su función sacerdotal en su vida y en la muerte. La tarea del sacerdote, es ofrecer oración y sacrificios a Dios (Hebreos 5, 1; 8, 3). Ahora sabemos, que era el Espíritu Santo, que ponía en el corazón del Verbo, hecho carne, el grito Abba, que encierra cada oración. San Lucas, lo indica explícitamente, cuando escribe: En aquella misma hora, Jesús mostro su alegría en el Espíritu Santo y dijo: Te doy alabanza oh Padre, Señor del cielo y de la tierra… (Lucas 10, 21).
La misma ofrenda, de su cuerpo en sacrificio, sobre la cruz, fue, según la Carta a los Hebreos, en un Espíritu eterno (Hebreos 9, 14), o sea, por un impulso del Espíritu Santo.
San Basilio, tiene un texto iluminador:
El camino del conocimiento de Dios, procede del único Espíritu, a través del único Hijo, hasta el único Padre; inversamente, la bondad natural, la santificación según la naturaleza, la dignidad real; se difunden desde el Padre, por medio del Unigénito, hasta el Espíritu.
En otras palabras, el orden de la creación, o de la existencia de las criaturas de Dios, parte desde el Padre, pasa a través del Hijo y llega a nosotros en el Espíritu Santo. El orden del conocimiento, de nuestro regreso a Dios, del cual la liturgia es la expresión más alta, sigue el camino inverso: parte desde el Espíritu, pasa a través del Hijo y termina en el Padre. Esta visión descendente y ascendente, de la misión del Espíritu Santo, está presente también, en el mundo latino. El beato Isaac de la Stella (siglo XII), la expresa, en términos muy cercanos a los de San Basilio.
Así como las cosas divinas, bajan hacia nosotros, desde el Padre, por medio del Hijo y en el Espíritu Santo, así las cosas humanas, ascienden al Padre, a través del Hijo, en el Espíritu Santo.
No se trata, por así decir, de apostar por una u otra, de las tres personas de la Trinidad; sino de salvaguardar, el dinamismo trinitario de la liturgia. El silencio sobre el Espíritu Santo, atenúa inevitablemente, el carácter trinitario de la liturgia. Por esto, me parece oportuno, la llamada de atención, que San Juan Pablo II, hacía en la Novo millennio ineunte:
Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender, esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente, ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial, pero también, de la experiencia personal; es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos, para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.
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