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La adoración en espíritu y verdad. (Tema) - Parte 3

  • Eduardo Ibáñez García
  • 26 mar 2021
  • 4 Min. de lectura

Por Raniero Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia



3. La adoración en el Espíritu

T-83. 27-03-2021


Tratemos de tomar, a partir de estas premisas, alguna indicación práctica, para nuestra forma de vivir la liturgia y hacer, que se lleve a cabo, una de sus tareas primarias, que es la santificación de las almas. El Espíritu no autoriza, inventar nuevas y arbitrarias formas de liturgia o modificar por propia iniciativa las existentes (tarea que corresponde, a la jerarquía). Él es el único que renueva y da la vida, a todas las expresiones de la liturgia. En otras palabras, el Espíritu no hace cosas nuevas, ¡hace nuevas las cosas! El dicho de Jesús, repetido por San Pablo: Es el Espíritu, que da la vida (Juan 6, 63. 2 Corintios 3, 6) se aplica en primer lugar a la liturgia.


El apóstol, exhortaba a sus fieles a rezar, en el Espíritu (Efesios 6, 18; y también, Judas 20) ¿Qué significa, rezar en el Espíritu? Significa, permitir a Jesús, continuar ejercitando el propio oficio sacerdotal, en su cuerpo, que es la Iglesia. La oración cristiana, se convierte en prolongación, del cuerpo de la oración de la cabeza. Es conocida, la afirmación de San Agustín:


El Señor nuestro, Jesucristo, Hijo de Dios, es quien que reza por nosotros, que reza en nosotros y que es rezado por nosotros. Reza por nosotros, como nuestro sacerdote; reza en nosotros, como nuestra cabeza; es rezado por nosotros, como nuestro Dios. Reconocemos, por tanto, en él nuestra voz y en nosotros su voz.


Es esta luz, que en la liturgia, nos aparece como el opus Dei, la obra de Dios, no solo porque tiene a Dios por objeto, sino también, porque tiene a Dios como sujeto; Dios, no solo está rezado por nosotros, sino que reza en nosotros. El mismo grito ¡Abbá! que el Espíritu, viniendo a nosotros, dirige al Padre (Gálatas 4, 6; Romanos 8, 15), demuestra que quien reza en nosotros, a través del Espíritu, es Jesús, el Hijo único de Dios. Por sí mismo, de hecho, el Espíritu Santo no podría dirigirse a Dios, llamándolo Abbá, Padre, porque él no es engendrado, sino que solamente procede del Padre. Si lo puede hacer, es porque es el Espíritu de Cristo, quien continúan en nosotros su oración filial.


Es sobre todo, cuando la oración se hace fatiga y lucha, que se descubre, toda la importancia del Espíritu Santo, para nuestra vida de oración. El Espíritu, se convierte, entonces, en la fuerza de nuestra oración débil (Romanos 8, 26), en la luz de nuestra oración apagada; en una palabra, el alma de nuestra oración. Realmente, Él riega lo que está seco, como decimos, en la secuencia en su honor.

Todo esto sucede, por la fe. Basta que yo diga o piense: Padre, tú me has donado, el Espíritu de Jesús; formando, por eso, un solo Espíritu, con Jesús, yo recito este salmo, celebro esta santa misa; o estoy, simplemente, en silencio, aquí en tu presencia. Quiero darte esa gloria y esa alegría, que te daría Jesús, si fuera Él quien te rezara, todavía desde la tierra.


El Espíritu Santo, vivifica de forma particular, la oración de adoración, que es el corazón de toda oración litúrgica. Su peculiaridad, deriva del hecho, de que es el único sentimiento, que podemos nutrir solo y exclusivamente, hacia las personas divinas. Es lo que distingue el culto de latría, del de dulía, reservado a los santos y de hiperdulía, reservado a la Santa Virgen. Nosotros, veneramos a la Virgen, no la adoramos, contrariamente, a lo que algunos piensan de los católicos.

La adoración cristiana, es también la trinitaria. Lo es al desarrollarse, porque es la adoración dirigida, al Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo; y lo es, en su término, porque es adoración hecha, juntamente, al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.


En la espiritualidad occidental, quien ha desarrollado, más a fondo el tema de la adoración, ha sido el cardenal Pierre de Bérulle (1575-1629). Para él, Cristo es el perfecto adorador del Padre, a quien es necesario unirse, para adorar a Dios, con una adoración de valor infinito. Él Escribe:


En toda la eternidad, había un Dios infinitamente adorable, pero no había aún, un adorador infinito; Tu eres ahora, oh Jesús, este adorador, este hombre, este servidor infinito por potencia, cualidad y dignidad, para satisfacer plenamente, este deber y hacer, este homenaje divino.


Si hay una laguna, en esta visión, que también ha dado a la Iglesia, frutos bellísimo y ha plasmado la espiritualidad francesa, por varios siglos; esta es la misma, que hemos destacado, en la constitución del Vaticano II: la insuficiente atención, acordada al rol del Espíritu Santo. Del Verbo encarnado, el discurso de Bérulle pasa a la corte real, que lo sigue y lo acompaña, la Santa Virgen, Juan Bautista, los apóstoles, los santos; falta el reconocimiento del rol esencial, del Espíritu Santo.


En cada movimiento, de regreso a Dios, nos ha recordado San Basilio, todo parte del Espíritu, pasa a través del Hijo y termina en el Padre. Por tanto, no basta con recordar, de vez en cuando, que también existe el Espíritu Santo; es necesario reconocer, su papel de eslabón esencial, tanto en el camino de salida de las criaturas de Dios, como en el de regreso de las criaturas a Dios. El abismo existente entre nosotros y el Jesús, su historia, está colmado por el Espíritu Santo. Sin Él, todo en la liturgia, no es más que la memoria; con Él, todo es también presencia.


En el libro del Éxodo, leemos que, en el Sinaí, Dios indicó a Moisés, una cavidad en la roca, oculto dentro de ella, habría podido, contemplar su gloria sin morir (Éxodo 33, 21). Al comentar este pasaje, el mismo San Basilio escribe: ¿Cuál es hoy, para nosotros los cristianos, esa cavidad, ese lugar, en el que podemos refugiarnos, para contemplar y adorar a Dios? ¡Es el Espíritu Santo! ¿De quien, lo sabemos? Por el mismo Jesús, que dijo: ¡Los verdaderos adoradores, adorarán al Padre, en Espíritu y verdad!.


¡Qué perspectivas, qué belleza, qué poder, qué atracción confiere todo esto, al ideal de adoración cristiano! ¿Quién, no siente la necesidad, de ocultarse de vez en cuando, en el vórtice giratorio del mundo, en aquella cavidad espiritual, para contemplar a Dios y adorarlo como Moisés?

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