La obediencia a Dios, en la vida cristiana (4) T-23. 1-02-2020
- Eduardo Ibáñez García
- 31 ene 2020
- 6 Min. de lectura
Nota del editor:
Estimado lector, este tema tan importante, para todos los que seguimos, el ejemplo de obediencia de Jesús, se le estará proporcionando en cinco partes consecutivas, esta es la cuarta; les sugiero no perdérselas, pues el autor de las mismas, el Padre Raniero Cantalamessa, es un enorme conocedor de la Palabra del Señor y escribe de la forma más sencilla y agradable, que lo hace sentirse como el protagonista de cada lectura. Mi estilo de vida cristiano ha cambiado, a consecuencia de sus mensajes, iluminados por el Espíritu de Dios. Amén.

Hacer la voluntad del Padre
(San Juan 4)
"Mi alimento, es hacer la voluntad, de aquel que me ha enviado y llevar a cabo su obra". (v. 34)
Cuando estaba completamente solo, en el huerto de Getsemaní; Jesús temía la copa, que tenía que beber. Él sabía, que un sufrimiento terrible, le estaba esperando.
Jesús se arrodilló, ofreció oraciones y súplicas, con poderoso clamor y lágrimas, al que podía salvarlo de la muerte (Hebreos 5, 7). ¡No era sólo una oración, era un grito apasionado a Dios por ayuda! Sin embargo, incluso en este estado de angustia, Jesús añadió: "...pero, no se haga mi voluntad, sino la tuya". (San Lucas 22, 42).
He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad.
Que todos, se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad, que no provenga de Dios y las que hay, han sido constituidas por Dios. De modo que, quien se opone a la autoridad, resiste a la disposición de Dios (Romanos 13, 1)
Debemos descubrir la obediencia esencial, de la que brotan todas las obediencias especiales, incluida la debida a las autoridades civiles.
Tratemos de conocer, la naturaleza de ese acto de obediencia, sobre el que se basa el nuevo orden; tratemos de conocer, en otras palabras, en que consistió, la obediencia de Cristo.
4. La obediencia como deber: la imitación de Cristo
Padre Raniero Cantalamessa, ofmcap
En la primera parte de la Carta a los Romanos, San Pablo, nos presenta a Jesucristo, como don que hay que acoger con la fe, mientras que en la segunda parte —la parenética— nos presenta a Cristo, como modelo a imitar en nuestra vida. Estos dos aspectos de la salvación, están presentes también, en el interior de cada virtud o fruto del Espíritu. En cualquier virtud cristiana, hay un elemento mistérico y un elemento ascético; una parte confiada a la gracia y una parte confiada a la libertad. Ahora, ha llegado el momento de considerar, este segundo aspecto; es decir, nuestra efectiva imitación de la obediencia de Cristo; La obediencia como deber.
Apenas se trata de buscar, a través del Nuevo Testamento, en qué consiste el deber de la obediencia y se hace un descubrimiento sorprendente; es decir, que la obediencia es vista casi siempre, como obediencia a Dios. Se habla también, ciertamente, de todas las demás formas de obediencia: a los padres, a los amos, a los superiores, a las autoridades civiles, a toda institución humana (I Pedro 2, 13), pero mucho menos frecuentemente y de manera mucho menos solemne. El sustantivo mismo, obediencia, se utiliza siempre y sólo para indicar, la obediencia a Dios o en cualquier caso, a instancias que están de parte de Dios, excepto en un solo pasaje de la Carta a Filemón (v. 21), donde indica la obediencia al Apóstol.
San Pablo, habla de obediencia a la fe (Romanos 1, 5. 16. 26); de obediencia a la enseñanza (Romanos 6, 17); de obediencia al Evangelio (Romanos 10, 16. II Tesalonicenses 1, 8); de obediencia a la verdad (Gálatas 5, 7); y de obediencia a Cristo (II Corintios 10, 5); en los que encontramos, el mismo e idéntico lenguaje; también en otros lugares, en el Nuevo Testamento (Hechos 6, 7. I Pedro 1, 2. 22).
Pero, ¿Es posible y tiene sentido, hablar hoy de obediencia a Dios, después de que la nueva y viva voluntad de Dios, manifestada en Cristo, se ha expresado y objetivado cabalmente, en toda una serie de leyes y de jerarquías? ¿Es lícito pensar, que todavía existan, después de todo esto, voluntades libres de Dios, que hay que recoger y hacer? ¡Sí, sin duda! Si la voluntad viva de Dios, se pudiera encerrar y objetivar exhaustiva y definitivamente, en una serie de leyes, normas e instituciones; en un orden creado y definido, de una vez para siempre; la Iglesia, terminaría por petrificarse.
El redescubrimiento, de la importancia de la obediencia a Dios, es una consecuencia natural, del redescubrimiento de la dimensión neumática —junto a la jerárquica— de la Iglesia y del primado, en ella, de la palabra de Dios.
La obediencia a Dios, en otras palabras, es concebible sólo cuando se afirma, como lo hace el Concilio Vaticano II, que el Espíritu Santo, guía a la Iglesia a toda la verdad, la unifica en la comunión y en el ministerio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus frutos, con la fuerza del Evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo (LG 40).
Sólo, si se cree en un señorío actual y puntual, del resucitado sobre la Iglesia; sólo, si se está convencido íntimamente, de que también hoy —como dice el salmo— habla el Señor, Dios de los dioses y no está en silencio (Salmo 50, 1); sólo entonces, se es capaz de comprender la necesidad y la importancia, de la obediencia a Dios. Es un escuchar al Dios, que habla en la Iglesia, a través de su Espíritu, el cual ilumina las palabras de Jesús y de toda la Biblia; y les confiere autoridad, convirtiéndolas en canales de la voluntad de Dios, en forma viva y actual para nosotros.
Pero como en la Iglesia, institución y misterio, no están contrapuestas, sino unidas; así tenemos que mostrar ahora, que la obediencia espiritual a Dios, no aparta de la obediencia, a la autoridad visible e institucional; sino que, por el contrario, la renueva, la refuerza y la vivifica, hasta el punto de que la obediencia a los hombres, se convierte en el criterio, para juzgar si hay o no y si es auténtica, la obediencia a Dios. Sucede exactamente, como para la caridad.
El primer mandamiento es amar a Dios, pero su banco de pruebas, es amar al prójimo. Quien no ama a su hermano a quien ve —escribe San Juan— ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve? (I Juan 4, 20). Lo mismo cabe decir, de la obediencia: si no obedeces al superior al que ves, ¿Cómo puedes decir que obedeces a Dios, al que no ves?
La obediencia a Dios se realiza, en general, así; Dios te hace relampaguear en su corazón, una voluntad suya sobre ti; es una inspiración, que normalmente, nace de una palabra de Dios, escuchada o leída en oración. Tú te sientes interpelado por esa palabra o por esa inspiración; sientes que te pide algo nuevo y tú dices sí. Si se trata de una decisión, que tendrá consecuencias prácticas; no puedes actuar solamente, sobre la base de tu inspiración. Debes depositar tu llamada, en manos de los superiores o de aquellos que tienen, en cierto modo, una autoridad espiritual sobre ti, creyendo que, si es de Dios, él hará que la reconozcan sus representantes.
Pero, ¿Qué hacer cuando se perfila un conflicto, entre las dos obediencias y el superior humano, pide hacer una cosa distinta o contraria, a la que crees que te ha mandado Dios? Basta preguntarse qué hizo, en este caso, Jesús. El aceptó la obediencia externa y se sometió a los hombres, pero al actuar así, no renegó, sino que realizó la obediencia al Padre. Precisamente esto, en efecto, quería el Padre. Sin saberlo y sin quererlo —a veces en buena fe, otras veces no—, los hombres, como sucedió entonces con Caifás, Pilato y las multitudes, se convierten en instrumentos, para que se cumpla la voluntad de Dios, no la suya.
Sin embargo, esta regla también, no es absoluta. No hablo aquí, de la obligación positiva de desobedecer, cuando la autoridad –como en ciertos regímenes dictatoriales– quiere que se haga algo inmoral y criminal. Permaneciendo en el ámbito religioso, la voluntad de Dios y su libertad, pueden exigir del hombre —como sucedió con Pedro, frente al requerimiento del Sanedrín— que obedezca a Dios, más que a los hombres (Hechos 4, 19-20). Pero, quien entra en esta vía, debe aceptar, como todo verdadero profeta, morir a sí mismo (y a menudo también físicamente), antes de ver realizada su palabra. En la Iglesia católica, la verdadera profecía estuvo siempre acompañada, por la obediencia al Papa.
Obedecer, sólo cuando lo que dice el superior, corresponde exactamente con nuestras ideas y nuestras opciones, no es obedecer a Dios, sino a uno mismo; no es hacer la voluntad de Dios, sino la propia voluntad. Si en caso de disparidades, antes que ponerse en discusión a uno mismo, se cuestiona enseguida al superior, su discernimiento y su competencia, ya no somos obedientes, sino objetores.
Comments