La obediencia a Dios, en la vida cristiana (5 y final) T-24. 8-02-2020
- Eduardo Ibáñez García
- 7 feb 2020
- 5 Min. de lectura
Nota del editor:
Estimado lector, este tema tan importante, para todos los que seguimos, el ejemplo de obediencia de Jesús, se le ha proporcionado en cinco partes consecutivas, esta es la quinta y final; por si no las ha leído, las puede encontrar en este sitio; y le comento, que el autor de las mismas, el Padre Raniero Cantalamessa, es un enorme conocedor de la Palabra del Señor y escribe de la forma más sencilla y agradable, que lo hace sentirse como el protagonista de cada lectura. Mi estilo de vida cristiano ha cambiado, a consecuencia de sus mensajes, iluminados por el Espíritu de Dios. Amén.

La obediencia a Dios, es la obediencia que podemos hacer siempre
(Hebreos 10)
"He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad". (v. 5ss)
Cedamos, las riendas de nuestra propia vida, a Dios! Ya que la voluntad de Dios, de este modo, penetra capilarmente cada vez más, en el tejido de nuestra existencia, embelleciéndola y haciendo de ella, un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (Romanos 12, 1).
He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad.
Que todos, se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad, que no provenga de Dios y las que hay, han sido constituidas por Dios. De modo que, quien se opone a la autoridad, resiste a la disposición de Dios (Romanos 13, 1)
Debemos descubrir la obediencia esencial, de la que brotan todas las obediencias especiales, incluida la debida a las autoridades civiles.
Tratemos de conocer, la naturaleza de ese acto de obediencia, sobre el que se basa el nuevo orden; tratemos de conocer, en otras palabras, en que consistió, la obediencia de Cristo.
5. Una obediencia abierta siempre y a todos
Padre Raniero Cantalamessa, ofmcap
La obediencia a Dios, es la obediencia que podemos hacer siempre.
De obediencias a órdenes y autoridades visibles, sucede que se hacen de vez en cuando, tres o cuatro veces en total en la vida, hablando de obediencias de una cierta seriedad.
De obediencias a Dios, en cambio, hay muchas; cuanto más se obedece, más se multiplican las órdenes de Dios, porque él sabe, que esto es el don más hermoso que puede hacer, como lo que hizo con su amado Hijo Jesús.
Cuando Dios, encuentra un alma decidida a obedecer, entonces toma su vida, como se toma el timón de una barca o como se toman, las riendas de un carro. Él se convierte en un personaje serio y no sólo en teoría; en Señor, es decir, el que rige y gobierna determinando; se podría decir, en cada momento, los gestos, las palabras de esa persona, su manera de utilizar el tiempo, en todo.
He dicho que la obediencia a Dios, es algo que se puede hacer siempre; pero debo añadir, que es también, la obediencia que todos podemos hacer, tanto súbditos como superiores. Se suele decir, que hay que saber obedecer, para poder gobernar; esto no es, sólo un principio de buen sentido; hay una razón teológica, en ello; y eso significa que, la verdadera fuente de la autoridad espiritual, reside más en la obediencia, que en el título o en el oficio, que uno desempeña.
Concebir la autoridad como obediencia, significa no contentarse con la sola autoridad, sino aspirar, a esa autoridad que viene del hecho, de que Dios está detrás de ti y apoya tu decisión; significa acercarse a ese tipo de autoridad, que se desprendía del obrar de Cristo e impulsaba a la gente, a preguntarse maravillada: ¿Qué es esto? Una doctrina nueva, enseñada con autoridad (Marcos 1, 27).
En realidad, se trata de una autoridad diferente, de un poder real y eficaz, no sólo nominal o de oficio, un poder intrínseco, no extrínseco; porque cuando una orden, viene dada por un padre o por un superior, que se esfuerza por vivir en la voluntad de Dios, que ha rezado antes y no tiene, intereses personales que defender, sino sólo el bien del hermano o del propio niño, entonces la autoridad misma de Dios, hace de muro a esa orden o decisión.
Si surge alguna controversia, Dios dice a su representante, lo que dijo un día, a Jeremías: "He aquí, que hago de ti como una fortaleza, como un muro de bronce… Te harán guerra, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo" (Jeremías 1, 18s).
Al respecto, San Ignacio de Antioquía, daba este sabio consejo a su discípulo y colega de episcopado, San Policarpo: Nada se haga sin tu consentimiento, pero tú no hagas nada, sin el consentimiento de Dios.
Esta vía, de la obediencia a Dios no tiene nada, por sí sola, de místico y extraordinaria, pero está abierta a todos los bautizados; solo consiste, en presentar las cuestiones a Dios (cf. Éxodo 18, 19). Por ejemplo, yo puedo decidir por mí mismo, hacer o no hacer un viaje, un trabajo, una visita, una compra; y luego, una vez decidido, orar a Dios por el éxito de lo que decidí hacer. Pero si nace en mí, el amor de la obediencia a Dios, entonces haré otra cosa: pediré antes a Dios, con el sencillísimo medio, que todos tenemos a disposición, y —que es la oración—, si es su voluntad, que yo haga ese viaje, ese trabajo, esa visita, ese gasto; y luego haré, o no, la cosa, pero será en adelante, en cualquier caso, un acto de obediencia a Dios, y ya no una libre iniciativa mía.
Normalmente, está claro que no oiré, en mi breve oración, ninguna voz y no tendré, ninguna respuesta explícita, sobre lo que hay que hacer o al menos, no es necesario que la haya, para que lo que hago sea obediencia. Al actuar así, en efecto, he sometido el asunto a Dios, me he despojado de mi voluntad, he renunciado a decidir a solas; y le he dado a Dios, una oportunidad para intervenir, si quiere, en mi vida. Cualquier cosa que decida hacer ahora, regulándome con los criterios ordinarios de discernimiento, será obediencia a Dios. ¡Así se ceden, las riendas de la propia vida, a Dios! La voluntad de Dios, de este modo, penetra capilarmente cada vez más, en el tejido de una existencia, embelleciéndola y haciendo de ella, un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (Romanos 12, 1).
También, esta vez terminamos con las palabras de un salmo, que nos permite transformar en oración, la enseñanza que nos ha brindado el Apóstol San Pablo. Un día, que estaba lleno de alegría y de gratitud, por los beneficios de su Dios, y dice, He esperado, he esperado en el Señor y él se inclinó sobre mí… me ha sacado de la fosa de la muerte… En un verdadero estado de gracia, el salmista se pregunta, qué puede hacer, para responder a tanta bondad de Dios ¿ofrecer holocaustos, víctimas? Comprende enseguida, que esto no es lo que Dios quiere de él; es demasiado poco, para expresar lo que tiene en el corazón. Entonces, esta es la intuición y la revelación: lo que Dios desea de él, es una decisión generosa y solemne para realizar, de ahora en adelante, todo lo que Dios quiere de él, obedecerle en todo. Entonces él exclama:
He aquí que vengo.
En el rollo del libro de mí está escrito, que yo haga tu voluntad.
Mi Dios lo quiero, tu ley está en lo profundo de mi corazón.
Entrando en el mundo, Jesús hizo suyas estas palabras, diciendo: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad (Hebreos 10, 5ss). Ahora nos toca a nosotros, para que toda la vida, día a día, puede ser vivida, teniendo estas palabras como divisa: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad. Por la mañana, al comenzar una nueva jornada, luego al acercarse a una cita, a un encuentro, al empezar un nuevo trabajo: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad.
No sabemos, lo que nos deparará ese día, ese encuentro, ese trabajo; sabemos una sola cosa con certeza: que queremos hacer, en ellos, la voluntad de Dios. No sabemos, qué nos reserva, a cada uno de nosotros nuestro futuro; pero es hermoso encaminarnos hacia él, con esta palabra en los labios: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad.
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