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La sobria ebriedad, del Espíritu (2ª. parte) T-6 12-10-19

  • Eduardo Ibáñez García
  • 12 oct 2019
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 30 abr 2021

La sobria ebriedad, del Espíritu


Que sepa, con el don del Entendimiento, ver con fe viva, la importancia y la belleza, de la verdad cristiana


2. De la ebriedad a la sobriedad


P. Raniero Cantalamessa

¿Qué nos dice hoy a nosotros, este sugestivo oxímoron, de la sobria ebriedad del Espíritu? Una primera enseñanza es esta: Existen, dos modos diversos de actuar, para el cristiano, un modo humano y otro modo divino, un modo natural y un modo sobrenatural; un modo en el cual, el protagonista es el hombre, con su racionalidad también, sí iluminada por la fe; y un modo, en el cual el protagonista, el agente principal, es el Espíritu Santo.


Este segundo modo, es el que San Pablo llama dejarse conducir por el Espíritu (Gálatas 5, 18) o actuar en el Espíritu; aunque, los efectos sean diversos de acuerdo a, si se actúa únicamente en sabiduría o sea siguiendo la prudencia, el buen sentido, la experiencia, la organización, la diplomacia; o si a todo esto, se añade la manifestación del Espíritu y su potencia (1 Corintios 2, 4).


¿Cómo hacer, para retomar este ideal de la sobria ebriedad y encarnarlo, en la actual situación histórica y eclesiástica? ¿Dónde está escrito, que un modo así fuerte, de sentir al Espíritu, era una exclusividad de los Padres y de los tiempos de la Iglesia, pero que, no lo es más para nosotros? El don de Cristo, no se limita a una época particular, sino que se ofrece en cada época.


Hay bastante para todos, en el tesoro de su redención; es justamente, el rol del Espíritu, el que vuelve universal la redención de Cristo; disponible para cada persona, en cada punto del tiempo y del espacio. En el pasado, el orden que se inculcaba era, generalmente, el que va de la sobriedad a la ebriedad. En otras palabras, el camino para obtener la ebriedad espiritual o el fervor, se pensaba, es la sobriedad o sea la abstinencia de las cosas de la carne, el ayunar del mundo y de sí mismo, en una palabra, la mortificación. En este sentido, el concepto de sobriedad, ha sido profundizado en particular, por la espiritualidad monástica ortodoxa, relacionada con la llamada oración de Jesús.


En esa, la sobriedad indica un método espiritual, hecho de vigilante atención, para librarse de los pensamientos pasionales y de las palabras malas, substrayendo a la mente, cualquier satisfacción carnal y dejándole, como única actividad, la compunción por el pecado y la oración.


Con nombres distintos (desvestirse, purificación, mortificación), es la misma doctrina ascética, que se encuentra en los santos y en los maestros latinos. San Juan de la Cruz, habla de un despojarse y desnudarse, por el Señor, de todo lo que no es del Señor.


Estamos, en los períodos de la vida espiritual, llamados purgativo e iluminativo; en estos, el alma se libera con fatiga, de sus hábitos naturales, para prepararse a la unión con Dios y a sus comunicaciones de gracia. Estas cosas, caracterizan el tercer nivel, la vida unitiva, que los autores griegos llaman divinización.


Nosotros, somos herederos de una espiritualidad, que concebía el camino de perfección, de acuerdo a esta sucesión: antes, es necesario vivir largo tiempo, en el nivel purgativo, antes de acceder a aquel unitivo; es necesario, ejercitarse largamente en la sobriedad, antes de sentir la ebriedad. Cada fervor, que se manifestara, antes de aquel momento, había que considerarlo sospechoso.


La ebriedad espiritual, con todo lo que eso significa, está colocada, por lo tanto, al final, reservada a los perfectos. Los otros, los proficientes (Los que van aprovechando en algo), tienen que ocuparse, sobre todo de la mortificación, sin pretender, porque están lejos, aún con los propios defectos, de tener una experiencia fuerte y directa de Dios y de su Espíritu.


Hay una gran sabiduría y experiencia, en la base de todo esto; y pobre de aquel, que considere estas cosas como superadas. Es necesario, entretanto, decir que un esquema así de rígido, indica también un lento y progresivo desplazamiento, del acento de la gracia, al esfuerzo del hombre, de la fe a las obras, hasta resentir a veces, de pelagianismo.


De acuerdo al Nuevo Testamento, hay una circularidad y una simultaneidad, entre las dos cosas: la sobriedad es necesaria, para llegar a la ebriedad del Espíritu; y la ebriedad del Espíritu es necesaria, para llegar a practicar la sobriedad.


Una ascesis, tomada sin un fuerte empuje del Espíritu, sería esfuerzo muerto y no produciría otra cosa que, vanidad de la carne. Para San Pablo, es con la ayuda del Espíritu, que nosotros debemos hacer morir, las obras de la carne (Romanos 8, 13). El Espíritu, nos ha sido dado, para que estemos en grado de mortificarnos, antes aún, que como premio para ser mortificados.


Una vida cristiana, llena de esfuerzos acéticos y de mortificación, pero sin el toque vivificante del Espíritu, se asemejaría -decía un antiguo Padre- a una misa en la que se leyeran tantas lecturas, se cumplieran todos los ritos y se llevaran tantas ofrendas, pero en la cual no se realizara, la consagración de las especies, por parte del sacerdote; todo quedaría, en aquello que era antes: pan y vino.


Así, –concluía aquel Padre– sucede también con el cristiano; aunque él haya cumplido perfectamente, el ayuno y la vigilia, la salmodia y toda la ascesis y cada virtud, pero no se ha cumplido por la gracia, en el altar de su corazón, la mística operación del Espíritu Santo; todo este proceso ascético, está inconcluso y es casi vano, porque él no tiene la exultación del Espíritu, místicamente operante en el corazón.


Esta segunda vía, que va de la ebriedad a la sobriedad, fue la que Jesús, les hizo seguir a sus apóstoles; y si bien tuvieron, como maestro y director espiritual, al mismo Jesús, antes de Pentecostés, ellos no fueron capaces de poner en práctica, casi ninguno de los preceptos evangélicos; pero, cuando en Pentecostés, fueron bautizados con el Espíritu Santo, entonces se los ve transformados, con la capacidad de soportar por Cristo, molestias de todo tipo y hasta el mismo martirio. El Espíritu Santo, fue la causa de su fervor, más que el efecto de ese.


Hay otro motivo, que nos lleva a redescubrir este camino, que va de la ebriedad a la sobriedad; la vida cristiana, no es solamente, una cuestión de crecimiento personal en la santidad; es también ministerio, servicio, anuncio; y para cumplir estas tareas, tenemos necesidad, de la potencia que viene desde lo alto, de los carismas; en una palabra, de una experiencia fuerte, pentecostal, del Espíritu Santo.


Nosotros, tenemos necesidad, de la sobria ebriedad del Espíritu, más aún de lo que tuvieron los Padres. El mundo, se ha vuelto refractario al Evangelio, tan seguro de sí, que solo el vino fuerte del Espíritu, puede prevalecer a su incredulidad y quitarlo fuera de su sobriedad toda humana y racionalista, que se hace pasar por objetividad científica.


Solamente, las armas espirituales, dice el Apóstol San Pablo, tienen de Dios, la potencia para abatir las fortalezas, destruyendo los raciocinios y toda arrogancia, que se levanta contra el conocimiento de Dios; y sometiendo cada intelecto, a la obediencia de Cristo (2 Corintios 10, 4-5).

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