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Que su amor, no sea fingido (1) T-63. 7-11-2020

  • Eduardo Ibáñez García
  • 3 dic 2020
  • 3 Min. de lectura

Que su amor, no sea fingido


Por Raniero Cantalamessa,

Predicador de la Casa Pontificia




1. El amor cristiano


El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es iniciador y consumador: Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mateo 5, 48). Envió a todos el Espíritu Santo, para que los mueva interiormente, a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (Mateo 12, 30) y a amarse mutuamente, como Cristo los amó (Juan 13, 34; 15, 12). Los seguidores de Cristo, llamados por Dios, no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza; y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario, que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida, la santificación que recibieron (Lumen gentium 50).


Todo esto se resume en la fórmula: La santidad es la perfecta unión con Cristo (Lumen gentium 50). Esta visión refleja, la preocupación general del Concilio, de volver a las fuentes bíblicas y patrísticas, superando también en este campo, el planteamiento escolástico dominante durante siglos. Ahora, se trata de tomar conciencia, de esta visión renovada de la santidad y hacerla pasar a la práctica de la Iglesia, es decir, a la predicación, a la catequesis, a la formación espiritual de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa y —¿Por qué no?— también a la visión teológica, en la que se inspira la praxis de la Congregación de los Santos.


Una de las diferencias mayores, entre la visión bíblica de la santidad y la de la escolástica, está en el hecho, de que las virtudes no se basan tanto, en la recta razón (la recta ratio aristotélica), cuanto en el kerigma; ser santo no significa, seguir la razón (¡a menudo implica al contrario!), sino seguir a Cristo. La santidad cristiana, es esencialmente cristológica: consiste en la imitación de Cristo y en su cumbre —como dice el Concilio— en la perfecta unión con Cristo.


La síntesis bíblica más completa y más compacta de una santidad, basada en el kerigma, es la trazada por San Pablo, en la parte parenética de la Carta a los Romanos (Capítulos del 12-15). Al comienzo de ella, el Apóstol da una visión recopilatoria, del camino de santificación del creyente, de su contenido esencial y de su objetivo:


Los exhorto pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presenten sus cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es su culto espiritual. Y no se amolden a este mundo, sino transfórmense por la renovación de la mente, para que sepan discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Romanos 12, 1-2).


Partiendo, de lo que sigue en el texto paulino y completándolo, con lo que el Apóstol dice en otros lugares sobre el mismo tema, intentaremos poner de relieve, los rasgos más destacados de la santidad, lo que hoy se llaman las virtudes cristianas y que el Nuevo Testamento define, como los frutos del Espíritu, las obras de la luz o también, los sentimientos que hubo en Cristo Jesús (Filipenses 2, 5).


A partir del capítulo 12, de la Carta a los Romanos, se enumeran todas las principales virtudes cristianas o frutos del Espíritu: el servicio, la caridad, la humildad, la obediencia, la pureza. No como virtudes, que hay que cultivar por sí mismas, sino, como necesarias consecuencias de la obra de Cristo y del bautismo. La sección comienza con una conjunción que, por sí sola, es un tratado: Los exhorto, pues… Ese pues, significa, que todo lo que el Apóstol diga, desde este momento en adelante, no es más que la consecuencia, de lo que ha escrito en capítulos anteriores, sobre la fe en Cristo y sobre la obra del Espíritu.

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