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Que su amor, no sea fingido (4 y final) T-66. 28-11-2020

  • Eduardo Ibáñez García
  • 23 dic 2020
  • 5 Min. de lectura

Que su amor, no sea fingido


Por Raniero Cantalamessa,

Predicador de la Casa Pontificia




4. La caridad ad intra


El segundo gran campo de ejercicio de la caridad, se refiere, a las relaciones dentro de la comunidad; en concreto, cómo gestionar los conflictos de opiniones, que surgen entre sus diversos componentes. A este tema, el Apóstol dedica todo el capítulo 14 de la Carta a los romanos.


Entonces, el conflicto en curso, en la comunidad romana, estaba entre los que el Apóstol llama los débiles y los que llama los fuertes, entre los cuales se pone a sí mismo (Nosotros que somos los fuertes… Romanos 15, 1). Los primeros, eran aquellos que se sentían moralmente obligados, a observar algunas prescripciones heredadas de la ley o por anteriores creencias paganas, como el no comer carne (en cuanto que, existía la sospecha, de que hubiera sido sacrificado a los ídolos) y el distinguir los días prósperos y perniciosos. Los segundos, los fuertes, eran los que, en nombre de la libertad cristiana, habían superado esos tabúes y no distinguían un alimento de otro o un día de otro. La conclusión del discurso (Romanos 15, 7-12) nos hace comprender, que en el trasfondo está el habitual problema de la relación, entre creyentes provenientes del judaísmo y creyentes procedentes de los gentiles.


Las exigencias de la caridad, que el Apóstol inculca en este caso, nos interesan en grado sumo, porque son las mismas, que se imponen en cualquier tipo de conflicto intraeclesial, incluidos los que vivimos hoy, tanto a nivel de la Iglesia universal, como de la comunidad en que cada uno vive.


Los criterios, que el Apóstol sugiere, son tres. El primero, es seguir la propia conciencia. Si uno está convencido, en conciencia, de cometer un pecado haciendo una cierta cosa, no debe hacerla. De hecho, todo lo que no viene de la conciencia, —escribe el Apóstol— es pecado (Romanos 14, 23). El segundo criterio, es respetar la conciencia ajena y abstenerse de juzgar al hermano: Pero tú ¿Por qué, juzgas a tu hermano? Y tú, ¿Por qué, desprecias a tu hermano?… Dejemos, pues, de juzgarnos unos a otros; cuiden más bien, de no poner tropiezo o escándalo al hermano (Romanos 14,10.13).


El tercer criterio, afecta principalmente a los fuertes y es evitar, dar escándalo: Sé, y estoy convencido en el Señor Jesús —continúa el Apóstol—, que nada es impuro por sí mismo; lo es para aquel, que considera que es impuro. Pero si un hermano sufre, por causa de un alimento, tú no actúas ya conforme al amor: no destruyas con tu alimento, a alguien por quien murió Cristo… procuremos, lo que favorece la paz y lo que contribuye a la edificación mutua (Romanos 14, 14-19).


Sin embargo, todos estos criterios son particulares y relativos, respecto a otro que, en cambio, es universal y absoluto, el del señorío de Cristo. Escuchemos cómo lo formula el Apóstol:


El que se preocupa de observar un día, se preocupa por causa del Señor; el que come, come por el Señor, pues da gracias a Dios; y el que no come, no come por el Señor y da gracias a Dios. Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que ya vivamos o ya muramos, somos del Señor. Pues para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de muertos y vivos (Romanos 14, 6-9).

Cada uno es invitado, a examinarse a sí mismo, para ver qué hay en el fondo de su elección: en ambos casos; existe el señorío de Cristo y su gloria; entonces, si su elección, es de naturaleza verdaderamente espiritual y evangélica; o si depende, en cambio, de la propia inclinación psicológica; o, peor aún, de la propia opción política; en cualquiera de los casos mencionados, esto vale en uno y otro sentido, es decir, tanto para los llamados fuertes, como para los llamados débiles; hoy diríamos, que tanto para quien está de parte de la libertad y la novedad del Espíritu, como para quien está de parte de la continuidad y la tradición.


Hay una cosa, que se debe tener en cuenta para no ver, en la actitud de San Pablo sobre este tema, una cierta incoherencia, respecto a su enseñanza anterior. En la Carta a los Gálatas, él parece bastante menos disponible al compromiso y en ocasiones incluso enfadado. (Si hoy, hubiera tenido que pasar, por el proceso de canonización, San Pablo, difícilmente habría llegado a ser santo: ¡habría sido difícil demostrar, la heroicidad de su paciencia! Él, a veces estalla, pero podía decir: Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí (Gálatas 2, 20), y ésta, se ha visto, es la esencia de la santidad cristiana).


En la Carta a los Gálatas, San Pablo, reprocha a San Pedro, parece recomendación para todos; y es que se abstengan, de mostrar la propia convicción, para no dar escándalo a los simples. San Pedro en efecto, en Antioquía, estaba convencido de que, comer con los gentiles, no contaminaba a un judío (¡ya había estado, en casa de Cornelio!), pero se abstiene de hacerlo, para no dar escándalo a los judíos presentes (Gálatas 2, 11-14). San Pablo mismo, en otras circunstancias, actuará del mismo modo (Hechos 16, 3; 1 Corintios 8, 13).


La explicación no está, por supuesto, sólo en el temperamento de San Pablo. Sobre todo, el juicio en Antioquía, está mucho más claramente vinculado, a lo esencial de la fe y la libertad del Evangelio, de lo que parece que se tratara en Roma. En segundo lugar —y es el principal motivo—San Pablo, habla a los gálatas como fundador de la Iglesia, con la autoridad y la responsabilidad del pastor; a los romanos les habla a título de maestro y hermano en la fe: para contribuir, dice, a la común edificación (Romanos 1, 11-12). Hay diferencia, entre el papel del pastor, al que se debe obediencia y el del maestro, al que sólo se le deben respeto y escucha.


Esto nos hace comprender, que a los criterios de discernimiento mencionados, se debe añadir otro, es decir, el criterio de la autoridad y de la obediencia. De obediencia, el Apóstol nos habla oportunamente, en una de las sucesivas meditaciones, con las conocidas palabras: Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad, que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que, quien se opone a la autoridad, resiste a la disposición de Dios; y los que le resisten, atraen la condena sobre sí (Romanos 13, 1-2).


Entretanto, escuchemos como dirigida a la Iglesia de hoy, la exhortación final, que el Apóstol dirigió a la comunidad de entonces: Acójanse mutuamente, como Cristo los acogió para gloria de Dios (Romanos 15, 7).

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